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No derramo ni una lágrima por él. Simplemente me voy a mi compartimento, me tumbo en mi cama y veo cómo las luces de las farolas del exterior van pasando rápidamente.

A la vez que mis pensamientos fluyen, a la misma velocidad que las luces parpadean, empiezo a creer que toda esta situación es una metáfora: somos dos imanes con polos idénticos que, por más fuerza que se ejerza, nunca se atraerán, por lo que se dirigen a un destino vano, como este tren. Hasta que se demuestre lo contrario, por supuesto.

Cuantas más vueltas le doy a esta metáfora, más me relajo, de tal modo que me quedo totalmente dormida al cabo de pocos minutos.



A la mañana siguiente, me levanto de golpe porque he tenido uno de esos sueños en los que estás caminando tranquilamente por una calle cualquiera de tu imaginación reproductora y, de repente, te caes, provocando que todo tu cuerpo tiemble y que te sobresaltes de tal manera que tus ojos se abren y vuelves a la realidad bruscamente.

Igual que ayer, me despierto y el tren todavía está en circulación. Ante esto, pongo los ojos en blanco, me pongo las gafas y me dispongo a salir de mi compartimento para dirigirme a la cafetería.

Pero en cuanto poso un pie fuera de mi habitación, me arrepiento de ello. Veo a Connor en el pasillo sentado incómodamente en el suelo y, al parecer, por su aspecto, lleva varias horas allí tirado. Lo más probable es que se haya dedicado a revisar todas y cada una de las cabinas hasta dar con la mía. Cuando me ve salir de la puerta, se levanta precipitadamente e intenta acercarse a mí a la vez que dice débilmente:

—Irina...

Sin embargo, yo doy un paso hacia atrás y vuelvo a encerrarme en mi pequeña habitación. No quiero ni verlo. La sangre me hierve de manera preocupantemente descontrolada.

—Déjame en paz, por favor.

No hace falta que grite porque sé que me ha escuchado desde el otro lado de la puerta, en la cual apoyo mi espalda para impedirle el paso. No obstante, él no ejerce ningún tipo de fuerza para acceder a la reducida estancia. Simplemente se limita a quedarse fuera.

—Lo siento —escucho que expresa su voz—, a veces...

Un «lo siento» en cualquier otra circunstancia sería suficiente, especialmente teniendo en cuenta que Connor es una de esas personas que escasamente dejan ir esas dos palabras de arrepentimiento a no ser que sea extremadamente necesario. Y sabe que ahora lo es. Pero todo su mensaje, todo lo que hay detrás de ello, no supera esas dos simples palabras.

—A veces —continúa— no sé si lo que hago está bien o mal. Me descontrolo porque... —Escucho cómo se aclara la garganta—. Creo que soy una mala persona. Y esto lo demuestra totalmente. Y, en serio, Irina, lo siento.

No es suficiente. No me voy a tragar este cuento. No, no, no. Me niego.

Ante mi silencio, minutos después, él pregunta:

—¿Hay algo que pueda...?

—No —interrumpo—, no hay nada que puedas hacer.

—No me iré de aquí hasta que logre entender una cosa, Irina —indica con una extraña calma en su voz—. No voy a hacerte nada, solo quiero hablar.

—Pues espera sentado.

—No hay problema.

Tras su voz, escucho el sonido de algo deslizándose hacia el suelo. Probablemente se haya sentado literalmente en el piso cubierto por una alfombra. Y yo decido hacer lo mismo: dejo que mi espalda descienda hasta el suelo.

Oigo un suspiro de él.

—Solo dime algo —pide—. Lo que sea.

No suelto ni una palabra durante horas y él tampoco insiste.

No sé si se ha quedado dormido o si sencillamente sigue despierto mirando a través de la ventana, apoyado al otro lado de la puerta.

—No es porque me hayas llamado niña estúpida —recalco sin saber si me escucha o no, hecho que me resulta atractivo e impulsor para hablar—, sino porque eres directamente —busco la palabra idónea durante unos instantes— tóxico. Sí, eres tóxico. Y no quiero eso en mi vida, gracias.

Suspiro profundamente. No escucho ningún sonido proveniente del otro lado de la puerta, por lo que continúo desconociendo si me oye o no. Aunque, llegados a este punto, lo más probable es que no, dado que, de lo contrario, ya habría reaccionado.

—No sé si lo harás conscientemente o no —prosigo—, pero si empiezas molestándote y menospreciándome porque yo esté saliendo con alguien, prefiero no saber cómo terminará esto. Tú no eres nadie para decirme con quién debo estar o para privarme de ello. Solo necesito que entiendas esto.

Hago una pausa para cerciorarme de que definitivamente no está prestándome atención porque ahora estoy casi totalmente segura de que se ha quedado dormido. No obstante, ante mi sorpresa, su voz susurra:

—Tienes razón.

Se produce una larga pausa por ambas partes: yo por mi asombro ante su intervención; él por no saber qué más añadir.

Suspiro.

En un intento de incorporarme para estar más cómoda, siento cómo cada músculo de mi cuerpo se queja, puesto que llevo horas sentada en el suelo apoyada en la puerta.

—No lo hago intencionadamente —agrega despacio—, pero lo que acabas de decir me ha hecho reflexionar. No volveré a hablarte de estos temas. Ni me meteré en tu vida privada. Nada de temas personales —zanja—. Solo necesito comprobar que aceptas mis disculpas.

—Todo es personal, Connor —susurro—. Lo único que lograremos evitando ciertos asuntos será levantar barreras entre nosotros. Y ya hay suficientes. No, no acepto tus disculpas porque estoy cansada de que la historia se repita día tras día. Si lo has hecho más de una vez, ¿qué te priva de reiterarlo?

Ahora oigo un suspiro por su parte.

—Solo necesito —agrego— que no volvamos a vernos.

—¿Por qué?

—Porque todo este tiempo me he mantenido esperanzada —admito con los brazos cubriéndome la cara—. Cuando anoche te pregunté si creías que lo nuestro iba a funcionar es porque hay una pequeña parte de mí que confía en Cupido. Pero ahora esa parte se ha muerto y no quiere saber nada de ti. Lo siento.

—No te disculpes por lo que sientes —señala lentamente—. Te agradezco de corazón que te hayas sincerado conmigo —expresa profundamente—. Y si no quieres aceptar mis disculpas, genial, hazlo así, pero...

En este preciso momento desconecto porque veo algo por la ventana que me desconcierta: bajo débiles rayos de sol de la tarde se alzan numerosos rascacielos característicos e inconfundibles de la ciudad que nunca duerme.

—¡Nueva York! —exclamo.

Connor deja de hablar. Yo me alzo del suelo con algunos problemas, pues mis pies se han dormido un poco, y me dirijo a la ventana. El tren se aproxima aceleradamente a la gran ciudad a la vez que pasa bajo túneles.

En cuestión de varios minutos, siento cómo el convoy desacelera la velocidad a medida que llega a una estación y en ese momento aprovecho para salir de mi compartimento. Las puertas se abren y me apresuro a caminar lo más rápido posible por el andén, desconociendo lo que Connor hará.

Cupido S. A.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora