35

122 20 8
                                    


Creo que lo que voy a hacer es una locura, pero supongo que es la última opción que me queda llegados a este punto, por lo que, nada más cruzar el marco de la puerta de mi casa, subo a mi habitación y empiezo a hacer la maleta.

Meto todo lo que tengo a mi alcance con la máxima rapidez y orden posibles, intentando no dejarme nada esencial como ropa interior, medicamentos básicos o productos de higiene. Acto seguido, cojo mi ordenador portátil y busco el vuelo más próximo a Europa o Asia. No obstante, el primero que sale es uno con destino a Sídney, una ciudad de Australia, y, sin pensármelo dos veces, compro uno de los últimos billetes, imprimo la documentación necesaria y compruebo que mi pasaporte esté en regla.

Con todo preparado, me apresuro a volver a mi coche. Desde el exterior, durante un minuto, me dedico a observar mi casa con tristeza. No sé cuándo volveré a verla. No sé qué excusa les pondré a mis padres. No sé qué será de mí cuando llegue a Sídney.

—No sé nada —me digo a mí misma en voz alta a la vez que ruge el motor.



Llego al aeropuerto de Los Ángeles con bastante tiempo de antelación. Son las dos de la madrugada y el vuelo sale a las seis en punto. Sin embargo, para no pensar tanto y no echarme atrás, me dirijo a la facturación de maletas de mi aerolínea, paso el control de seguridad y me entretengo buscando mi puerta de embarque durante varios minutos.

Me dedico a absorber ese ambiente de aeropuerto, con centenares de personas en movimiento provenientes de distintos países y aguardando nuevos destinos; con diferentes idiomas flotando en el aire; con el característico olor a químico en la obligada visita al baño antes de embarcar. También me compro una tableta de chocolate en una esas tiendas excesivamente caras y me dedico a devorarla mientras espero a que se abran las puertas, con decenas de presentes más a mi alrededor, la mayoría de ellos muertos de sueño. Pero yo estoy más despierta que nunca.

Finalmente, cuando llega la hora, accedo al gran transporte aéreo. Me toca el asiento de la ventanilla, junto a un adolescente pálido de unos quince años y su madre. Las azafatas y el equipo técnico hacen la típica explicación de las normas de seguridad, el piloto anuncia el despegue, siento la velocidad que va adquiriendo poco a poco en todo mi cuerpo y, ya en el aire, veo las luces de la ciudad de Los Ángeles haciéndose cada vez más pequeñas, como si formaran un mapa.

Una lágrima rebelde se desliza por mi mejilla y me la limpio disimuladamente con la manga de mi camiseta antes de que me ponga más emotiva y empiece a llorar a lágrima viva. Lo más importante ahora mismo es mentalizarme de que voy a pasar más de quince horas en un avión y que realmente en esta ocasión voy a empezar una nueva vida desde cero. Todo lo que siempre había querido.



Mis días en Australia transcurren más rápido de lo que esperaba. Me hospedo en un hostal cercano al centro de Sídney y decido poner mi vida en un orden relativo, empezando por comprarme un móvil, aunque solo lo uso para hacer llamadas, guiarme y escuchar música. Me impongo la norma de no crearme perfiles en las redes sociales para vivir mejor la vida real y evitar que las probabilidades de que Connor me localice aumenten.

También llamo a mis padres y les cuento que he llegado a la conclusión de que no quiero estudiar una carrera cualquiera que ni siquiera me interesaba en la Universidad de California, por lo que me voy a dedicar a viajar durante unos cuantos años.

—¿Qué dices, Irina? —exige la voz de mi madre con preocupación—. ¿Qué haces en Sídney? ¡Ahora mismo vamos a buscarte!

—Mamá —intento tranquilizarla—, estoy bien. Estaré bien. Siempre lo he estado.

Cupido S. A.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora