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El verano está a punto de llegar a su fin. Hace ya un par de semanas que Casey y yo volvimos de Toronto y queremos disfrutar de nuestros últimos días de vacaciones antes de volver a la rutina.

Una de las mejores cosas de Casey es que me hace salir de casa. Si no fuera por él, estaría permanentemente en mi cuarto haciendo maratones de películas o series. No es que no lo haga, de hecho, lo sigo haciendo con mucha frecuencia. Tanto es así, que en muchas ocasiones mis quedadas con Casey se basan en encerrarnos en mi casa y consumir muchísimo contenido audiovisual.

No obstante, durante muchas otras tardes, pese al calor infernal, hacemos pequeñas excursiones a diferentes ciudades del estado de California que tenemos cerca o simplemente, hacia el atardecer, salimos a pasear por Riverside.

Hoy es una de esas tardes en las que no tenemos ganas de ir a ningún sitio, por lo que decidimos vagar por las calles de nuestro municipio cuando la noche está dispuesta a caer.

—Tengo hambre —suelto.

Casey y yo paseamos por la zona más comercial de Riverside.

—Pues podríamos comer algo en algún sitio de estos.

Señala con el brazo una serie de restaurantes y cafeterías que tenemos justo enfrente. Seguidamente, cruzamos la calle y me decanto por un local bastante llamativo y moderno que vende comida rápida. También tiene una sección de helados, según lo que puedo observar desde fuera.

—¿Este es el tipo de hambre que tienes? —pregunta Casey a la vez que entramos.

Una ola de aire acondicionado nos golpea nada más cruzar la puerta.

—¿Comida basura? —insiste.

Niego con la cabeza mientras voy hacia las máquinas que hacen los pedidos.

—Cuando tú tienes antojo de pasta siempre te acompaño a esos restaurantes italianos carísimos para pijos —replico con una sonrisa.

—Porque es sano —argumenta— y porque pago yo.

Suelto un par de carcajadas.

—No te preocupes, hoy pago yo —le aseguro—. Voy a pedir un granizado, ¿tú que quieres?

—Creo que... —toca la pantalla táctil y navega por la sección de batidos—. Este.

Selecciona uno con sabor a caramelo y hacemos una cola para pagar y recoger nuestros pedidos. Una vez hecho, nos dirigimos a una mesa. Casey se sienta frente a mí y, cuando poso la vista por encima de su hombro y lo veo, el granizado casi se me cae de las manos.

No puede ser. No me creo que vuelva a pasar.

Respiro hondo una vez, miro a Casey y vuelvo a observarlo para cerciorarme de que es de verdad.

Efectivamente, es Connor de nuevo, sentado en una esquina del local y comiendo patatas fritas. Sin embargo, hay algo de él que me sorprende más que su propia presencia: está acompañado. Una chica rubia con el pelo recogido está sentada junto a él. Le sonríe múltiples veces mientras dialogan animadamente.

De lo poco que conozco a Connor, nunca lo he visto así. No deja de sorprenderme, aunque hace que me cuestione por qué es una persona diferente cuando está conmigo. En el escaso tiempo que he compartido con él, siempre se ha mostrado introvertido, poco hablador y profundo; sin embargo, tanto en las conferencias como cuando conoció a Casey en Santa Mónica, se mostró totalmente distinto, todo lo opuesto a cuando está conmigo. Incluso Cupido cree que es encantador.

Entonces, ¿el problema soy yo?

Justo cuando estoy pensando esto, Connor posa sus ojos verdes en mí. Es evidente que él ya se ha dado cuenta de mi presencia porque no se sorprende. Lo más probable es que me haya visto al entrar. Instantáneamente, aparto la mirada y me centro en mi granizado.

Hace rato que Casey está hablando sobre no sé qué de un examen de combinatoria (un tema de matemáticas) y que no entiende nada. Yo asiento todo el rato mientras voy dando sorbos a mi bebida y echo vistazos nerviosos al lugar donde se encuentra Connor.

—¿Estás bien? —pregunta Casey—. Estás muy callada.

—Sí, estoy genial —me excuso—. Debe de ser el granizado —me pongo una mano en la cabeza exageradamente—. Tanto hielo...

Otra miradita rápida.

Lo único que logro distinguir es la cabeza de la chica rubia posada en el hombro de Connor. También, por una milésima de segundo, vuelvo a tener sus ojos clavados en mí.

Pero Casey advierte esa miradita rápida y se gira lentamente siguiendo la dirección.

—¿Ese no es el tipo de la empresa Generación Z? —cuestiona—. Hace unos meses dijiste que era amigo tuyo y...

—Bueno —lo interrumpo—, es más bien un conocido. Amigos es una palabra que se queda muy grande. —Niego con la cabeza como gesto de despreocupación—. Solo he coincidido con él un par de veces. No creo ni que me haya reconocido y seguramente no se sepa ni mi nombre.

Casey asiente.

—Ah, pero piensa que nunca está de más tener contactos. —Se encoje de hombros y prosigue—: Y encima él es un contacto bastante importante, no es cualquiera. —Asiento para darle la razón, aunque mi gesto tiene más de un sentido—. ¿Cómo se llamaba?

—Connor.

—Sí, es verdad, Connor.

Vuelve a girarse para observarlo y se dirige a mí de nuevo:

—¿Qué crees que estará haciendo alguien como él en un sitio así?

—No tengo ni idea —mascullo a la vez que arqueo las cejas.

En realidad, sí lo sé y tengo el presentimiento de que no es casualidad que esté aquí tan tranquilo. Como muchos otros hechos, este tiene un nombre peculiar y reconocido: Cupido.

Sí, deduzco que el maldito Cupido y su detestable magia son la razón de esta situación. De no ser así, ¿qué demonios estaría haciendo Connor en Riverside? Tiene cosas más importantes que hacer.

—¿No quieres acercarte a saludar?

En este preciso instante, la chica levanta la cabeza, coge el rostro de Connor entre sus manos y le planta un beso. Veo como él se aparta lentamente, le susurra algo y ahora es Connor el que la besa. Me mira un instante antes de hacerlo.

Chasqueo la lengua.

—Creo que está un poco ocupado ahora mismo.

Cupido S. A.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora