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La ruidosa alarma me despierta. Lo único que recuerdo de anoche, tras la extraña situación del muérdago, es que me quité la chaqueta de Connor y me metí en la cama. Acto seguido, me quedé despierta con las luces apagadas mirando a través del gran ventanal mientras estaba sumida en un ciclo interminable de pensamientos que me evocaban confusión, vergüenza, inseguridad de qué es lo que quiero... En definitiva, un sinfín de reflexiones profundas con un mismo sujeto: Connor.

Cuando me levanto, al no disponer de más ropa, ya estoy vestida. No obstante, recojo la chaqueta de Connor del suelo, dado que la tiré de cualquier manera antes de tenderme en mi cama, y me la acerco a mi rostro muy lentamente. Mi propósito es oler su aroma, pero en cuanto lo hago, en cuanto lo logro, un seguido de flashbacks de la noche anterior inunda mi mente, provocando que retire su prenda de ropa de mi nariz bruscamente.

Sin demorarme más en cometer estupideces como esta, me aseo y me dispongo a salir de la habitación. Justo cuando salgo, Connor está fuera esperándome, plantado y apoyado en la pared como ayer.

—Buenos días —se limita a decir.

Yo ni siquiera me molesto en contestar, simplemente le tiendo su chaqueta, por lo que, ante esto, él emprende la marcha hacia la salida del edificio sin mediar palabra.

Cogemos un taxi y, pese a que sea hora punta en una de las ciudades más ajetreadas del mundo, los pequeños atascos y el tráfico denso no impiden nuestra llegada al aeropuerto de Nueva York. Es más, incluso llegamos con antelación, lo que solo significa una cosa: tengo que pasar más tiempo con Connor. Lamentablemente.

No hemos cruzado ni una mirada ni una palabra desde su saludo de esta mañana, aunque he de admitir que, de vez en cuando, siento su vista puesta en mí cuando cree que no estoy mirándolo. Y yo hago lo mismo.

No sé dónde nos llevará este silencioso juego de miradas.

El único momento en el que siento que la tensión se rebaja es cuando un joven se aproxima a Connor para pedirle una foto. Él sonríe, es amable con el chico y se queda un buen rato dialogando con él entusiasmadamente, poniendo mucha atención a cada palabra que pronuncia.

Es bastante usual que detengan a Connor de vez en cuando para pedirle fotos o charlar con él, concediéndole cumplidos de lo increíble que es su empresa y alabándolo cada dos minutos. Sin embargo, siento que él realmente se involucra con la gente que consume sus productos y quiere que se sientan incluidos en las conversaciones; quiere participación. Y tampoco le importa compartir sus «pequeños secretos tecnológicos», es más, se muestra espontáneo y dispuesto a dar consejo con todo el conocimiento del que dispone.

Lo hace con todo el mundo, tanto con la gente que desconoce, como Cupido, como con Selena. Excepto conmigo. No es ni abierto ni hablador ni puro... No es absolutamente nada del Connor Davis que todos conocen cuando está cara a cara conmigo. Creo que la causa es que se halla lejanamente distanciado de su zona de confort: su trabajo.

Finalmente, tras meditar todo esto, minutos más tarde, embarcamos y nos despedimos de Nueva York para llegar a Los Ángeles cinco horas más tarde.

Casa, por fin en casa.

Pero esa sensación se desvanece cuando salgo por la puerta de llegadas y encuentro un rostro familiar delante de mí, arrimado ligeramente en una barandilla con una sonrisa dibujada en su cara: Cupido. Maldigo por dentro todo lo que se pueda maldecir.

Pierdo el rastro de Connor y me dirijo a él, a Cupido, velozmente entre el resto de los presentes, que o bien acaban de desembarcar o bien esperan a los que salen por la puerta de llegadas. Mientras recorro esa distancia, en pocos segundos, me paro a pensar en qué aspecto debo de tener: sin equipaje, levemente despeinada y con la ropa totalmente sucia.

—Irina, cielo, ¿qué tal ha ido...?

—No —exclamo cortándolo—. No vuelvas a hacer algo así jamás, Cupido.

La sonrisa se borra instantáneamente de su semblante y un par de miradas curiosas de los demás asistentes se dirigen a nosotros.

—Estoy harta de que los hombres me digáis qué tengo que hacer —sigo sin bajar el tono de voz—, o cómo debo actuar, o de quién tengo que enamorarme. Porque todos, todos, creéis que tenéis derecho a elegir lo que pensáis que me gusta o me gustará, pero no es así, ¿vale? Se acabó.

—Pero, Irina, yo no... —empieza poniéndome una mano en el hombro.

—Suéltame —susurro.

Le retiro la mano bruscamente y lo fulmino con la mirada.

—Llévame a casa —le pido pasándome una mano por la cabeza—. Solo llévame a casa.

Cupido S. A.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora