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Solo tardo unos veinte minutos en llegar a mi destino desde el puerto, dado que la localización a la que pretendo ir se encuentra en la misma ciudad de Los Ángeles. Aparco el coche, cerca de los grandes rascacielos, como puedo y entro en las oficinas de Cupido S. A. apresuradamente y de manera natural, como si fuera mi propio trabajo. A pesar de las altas horas de la noche, sigue habiendo personal trabajando, pero nadie me dice nada ni se extraña con mi presencia.

Me tomo la libertad de acceder a un ascensor desde el vestíbulo y presiono el botón número catorce. Espero pacientemente a que el ascenso se produzca mientras camino de un lado al otro en el reducido espacio de la cabina. Acto seguido, las puertas se abren, me dirijo al segundo despacho y giro el pomo sin ni siquiera dar unos golpecillos antes para tener permiso para acceder.

Inmediatamente, veo a Cupido detrás de su escritorio tecleando en su ordenador portátil. Cuando me reconoce, me mira con sorpresa.

—Irina, cielo —saluda con una sonrisa—. ¿Qué te trae...?

La curvatura de su rostro se deshace tan rápido como se ha formado. Solo le ha hecho falta ver mi rostro con el maquillaje medio deshecho y los ojos un poco irritados.

—¿Qué ha sucedido?

Se levanta de su silla y se aproxima a mí para ponerme una mano en la espalda a modo de apoyo y mirarme con el ceño fruncido. Seguidamente, me conduce a uno de los sofás y toma asiento a mi lado.

—¿Ha sido Connor?

Asiento un par de veces.

—Cuéntame —me anima—. Intentaré ayudarte.

Le relato todos los sucesos transcurridos en el ferry con mi voz descontrolada, desde mi llegada hasta nuestra discusión al final, juntamente con su actitud ridícula y su capacidad para negar todo lo que le estaba planteando. Él se limita a asentir y a sacar sus propias conclusiones sin interrumpirme en ningún momento. También añado el hecho de que he tirado mi móvil delante de Connor para que no pueda localizarme. Finalmente, cuando termino, nos quedamos en silencio a lo largo de varios minutos.

—No soy psicólogo —empieza Cupido rompiendo el silencio—, pero creo que sé lo mínimo para tratar temas de esta magnitud. —Hace una pequeña pausa—. Y considero que esto se trata de un conflicto de pareja que tenéis que resolver. Así de simple, Irina.

Niego con la cabeza.

—No es mi pareja —replico—. No es mi amigo. No es nada.

Ahora Cupido es quien niega con la cabeza.

—¿Cuántas discusiones habéis tenido desde que tuvisteis esa primera cita? —cuestiona sin esperar una respuesta—. Las cosas funcionan así en las relaciones.

—No —me opongo—, esta vez ha sido distinto. Ayer mismo estábamos tan felices hablando en su piscina y hoy se ha desmoronado todo lo que llevamos construyendo durante meses. No hemos discutido sobre el sabor de helado que quiere tomar cada uno. No hemos tenido un desacuerdo leve. Han sido las dos peores horas que he pasado con él. Pero no era él; no conozco a ese Connor.

—Precisamente por eso —dice Cupido asintiendo para dar más peso a sus declaraciones—, lo mejor que puedes hacer es echárselo en cara. Seguro que él estará dispuesto a solucionar las cosas.

—No lo ha hecho cuando ha tenido la oportunidad —arguyo firmemente—. Le he dado la opción de justificar su actitud y su conducta infantil y se ha dedicado a negar todo como si fuera una estúpida.

Cupido no responde, solo se levanta y se dedica a caminar de un lado a otro.

—Y ya no estoy dispuesta a aguantar más toxicidad —continúo—. Pronto empezaré una nueva vida, una nueva etapa en la universidad y conoceré a gente nueva —concluyo con determinación.

De repente, me doy cuenta de que esa es la respuesta que había estado buscando desde hace bastante tiempo, pero las condiciones en mi entorno me han desviado de ella durante muchos meses.

—Deseo con todo mi corazón que así sea —declara con sinceridad. Vuelve a tomar asiento a mi lado y coge mis manos entre las suyas—. Pero ¿cómo puedo ayudarte yo en eso?

Me quedo pensativa, barajando todas las posibilidades para hacer que mi objetivo se cumpla. No obstante, solo una parece la más indicada; la única.

—¿No puedes cambiar el hecho de que estemos correspondidos?

—¿Puedes ponerte un conjunto con una prenda negra y otra de color azul marino? —señala él a modo de respuesta.

—No tengo mucha idea de moda —me quejo con un tono cansino.

—¿Qué opinas de la pizza con piña?

Ahora mi rostro adquiere una expresión de asco.

—Exacto —puntualiza él en alusión a mi reacción—: un crimen.

Suspiro hondo. No estoy de humor para comparaciones tontas.

—Eso sería no corresponderte con Connor —prosigue—: un crimen para mí.

—Pero —objeto con impaciencia—, todo se puede revertir. Puedes revertir el efecto de la flecha. —Asiento para apoyar mis propias declaraciones—. Seguro que puedes.

Cupido frunce los labios, arruga la frente y niega con la cabeza.

—Lamento comunicarte que la flecha que os corresponde a Connor y a ti ya se os ha disparado —indica con seriedad—. No hay vuelta atrás.

Mi cuerpo se paraliza completamente y mi vista se fija en mis propias manos a la vez que mis pensamientos avanzan a la velocidad contraria. No me puedo creer que esto esté sucediéndome.

—¿No hay vuelta atrás? —cuestiono casi balbuceando—. ¿Qué quieres decir con eso?

Cupido suspira con nerviosismo. Ese acto me indica que lo que está a punto de pronunciar no me va a gustar.

—Eso quiere decir que Connor y tú siempre vais a acabar encontrándoos. Puedes intentar distanciarte de él, pero, tarde o temprano, llegarás a él. O él a ti. —Me pone una mano en el hombro—. Es uno de los efectos de la flecha.

Se me cae el alma a los pies y no puedo evitar llevarme las manos a la cara. Me mantengo en silencio durante unos instantes hasta que tomo una decisión definitiva, imprudente e improvisada:

—Entonces huiré de él.

Me levanto sin volverme, siento su mirada clavada en mí y salgo del despacho tan rápido como puedo.

Cupido S. A.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora