Capítulo 27

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La oscuridad, la inconsciencia, dos componentes sumamente tranquilos y peligrosos. Tranquilos porque en ellos sientes la paz de no escuchar, de no sufrir, de no sentir, pensar, de no hacer cualquier actividad y peligroso porque en ella nunca sabes lo que pasa, nunca sabes si respiras, más si tu cerebro no permanece inconsciente te hará saber que vives aún.

Pero, ¿qué hacer cuando no sabes nada? No sabes si tu cerebro trabaja sí o no, no sabes si es que estás en el más allá, lejos de todo y todos. Que solo es producto de tu visión en otro mundo.

Así permanece Ágata. Tirada en aquel lugar, en la oscuridad que se cierne sobre ella, sin saber si despertará sí o no, si no volverá a ver a aquellos ojos oscuros, su cabello azabache y su cuerpo fuerte, quizás no lo volverá a tocar nunca más. Nunca más besarlo o sentirlo.

No ver a su familia, no ver a nadie conocido. Dejar a María en medio de aquella tormenta.

Está lejos de todo lo que le hicieron mientras ella permanece en la inconsciencia.

***

María grita y patalea, está en un oscuro sótano, se escuchan los sonidos de las ratas.

— ¡Alguien sáquenme de aquí!

De nada le sirve gritar, porque no hay nadie ahí, a nadie se le ocurrirá que ella puede estar ahí, sin embargo aquellas personas que la metieron en ese lugar no irán por ella.

Recuerda todo.

Iba de camino a los aposentos de Ágata. La iba a buscar para que fuesen a comer algo. Ágata se había saltado el almuerzo y solo durmió y durmió todo el día.

Cuando dobló justo el pasillo, alguien por detrás de su espalda tapó su boca y entre dos personas la arrastraron no se sabe dónde, lo que averiguó minutos después cuando la dejaron en aquel mugriento sótano lleno de bichos.

No le preocupa que ella ande en aquel sótano ni nada de los bichos que haya ahí, le preocupa Ágata.

En cuanto fue interceptada se dio cuenta de que todo andaba mal, de que iban por Ágata y ni ella ni nadie más podrían salvarla.

La impotencia está en cada poro de su piel.

Toca con fuerza la puerta de ese lugar y nadie se digna a llegar.

Sus nudillos están rojos, sangrantes, duelen. Eso no importa, ellos curaran, pero si lastiman a Ágata, ahí si no habrá sanación.

Triste, decepcionada, llena de frustración se deja caer al piso sucio y mal oliente, pegando sus piernas a su pecho.

— ¡Ágata! —deja salir su nombre en un llanto roto y ahogado. Su mejor amiga seguro la está pasando mal y ella no puede hacer nada —. ¡Auxilio! —se desgarra la garganta al gritar tan fuerte.

Le duele, le escose, más no importa, Ágata es más importante que todo. Necesita que alguien la escuche que alguien la saque de ahí.

Ágata la necesita.

Maldita sea la suerte. Maldita esas brujas.

Porque son ellas y nadie le quita eso de la cabeza.

Las horas van y vienen y nadie va por ella, nadie le da noticias de Ágata, ni siquiera las ratas que ahí habitan.

En algún momento queda en la inconsciencia del sueño o quizás por tanto llanto que no se da cuenta en qué momento cae al mugroso piso.

***

Esperan en la sala principal como toda mañana, Suhaila, Nazli, Zaida, Yesenia y Yashira, esta última le brilla el rostro, su sonrisa es de la más radiante y cada parte de ella está feliz.

La Occidental ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora