Capítulo 68

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¿Cómo demonios entró esa cosa al palacio? Es obvio que alguien la llevó.

—Habibi calmante y no entres en nervios, no llores —pide Abdel en tono bajo.

La serpiente cada vez más asciende hasta estar encima del mosquitero cerrado de Anbar.

— ¿Cómo quieres que me calme? Esa cosa está arriba de mi hija Abdel, le tengo mucho pánico a que ingrese o deje caer veneno en su cuerpecito —le tiembla el cuerpo, tapa la boca con el llanto atacado.

—Si no te calmas sí que habrá un desastre habibi, a las serpientes no se les puede asustar debido a que se ponen violentas. Así que ralentiza tu respiración como yo.

Ágata muerta de miedo lo hace. Abdel habla pero no parece respirar.

Ella controla el nervio de su cuerpo lo más que puede, el latir de su corazón sigue desenfrenado a medida de que pasan los segundos aumenta.

La víbora no se mueve de un momento a otro, parece no sentir a nadie. El suave respirar de Anbar no se siente casi, es tan leve y aún ante el ruido que hace la serpiente por naturaleza la bebé no despierta, permanece en su sueño de inocencia, paz, tranquilidad, lejos de los acontecimientos atroces que suceden a su alrededor.

—Habibi, toma la sabana —la guía Abdel moviéndose paso a paso, tranquilo, sin que suenen sus caros zapatos.

— ¿Ahora qué hago? —inquiere Ágata con las lágrimas cayendo por su rostro.

—La vas a lanzar sobre ella, como cuando tiendes la cama amor, no respires al hacerlo mi amor, por favor tranquilízate —la mora directo a los ojos unos instantes antes de volver su vista a la cascabel del desierto que alza su cabeza.

Ágata asiente, se levanta arriba de la mullida cama, los pies apenas y la sostienen.

Con manos nerviosas prepara la sábana blanca que cubría sus cuerpos. Sin pensarlo mucho la lanza sobre el cascabel que antes el movimiento intenta saltar, pero Abdel es más rápida atrapándola ante el tumulto de tela.

— ¡Maldición! —grita al sentir un rozar de los colmillos de la misma en su muñeca. Anbar despierta asustada ante los movimientos y los gritos, su llanto es a todo pulmón. Su padre no repara en la pequeña mordida, solo se centra en amarra en suficiente tela para que no pueda rasgarla.

— ¡¿Qué sucede Abdel?! —Ágata toma en brazos a su hija.

—Me mordió leve —responde tranquilo.

Ágata entra en pánico y con la nena en brazos corre a él.

— ¡Oh Alá! Hay que llamar a emergencia amor mío —inspecciona la herida mortificada —. De verdad no entiendo porque nos pasan tantas desgracias.

Abdel besa su pelo, le da una sonrisa a su hija.

—Tranquila amor, hay alguna enfermera en el palacio que me atienda, es superficial, no inyectó su veneno en mí o ya estaría hiperventilando.

Trata de relajarla, ella está muy estresada, las grandes bolsas negras, sus ojos opacos, no come lo suficiente, se desvela atendiendo a la bebé, demasiado como para decirle que hay que ponerle un antídoto por precaución.

— ¿No me mientes solo para tranquilizarme? —pregunta evaluándolo.

—Claro que no amor —responde convencido —. Iré por lo que trajiste anoche, llamaré al detective —se mueve sosteniendo en su mano la sabana con la víbora dentro, le escuece la herida.

—Iré a ver a los niños, temo que hayan víboras ahí también.

En pijama nada adecuado para una mujer salir de sus aposentos sale al pasillo apresurada. Primero abre la puerta de Aneesa que sigue dormida, enciende las luces de la habitación buscando algo, toma uno de los monitores con los que controla cada movimiento y empieza a ver cómo puede lo que ha sucedido, va saliendo de la habitación para dirigirse a la de los niños.

La Occidental ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora