Los cuentos de hadas siempre fueron mejores que la vida real. Eso bien lo sabían los primos Weasley, quienes por años intentaron aparentar tener una vida feliz, como todos esperaban. Entre sonrisas fingidas lograron su cometido por décadas, hasta qu...
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Lucy Weasley visitaba distintos lugares todo el tiempo, se compraba ropa cara y vivía como quería. El último país en el que estuvo había sido Nueva Zelanda y los magos de allí eran fiesteros por naturaleza.
Lucy había logrado pasar desapercibida mucho tiempo, tanto que en Inglaterra apenas sí la mencionaban los periódicos mágicos, y lo sabía a ciencia cierta porque estuvo unas semanas allí sin avisarle a nadie. Seguramente, si alguien de su familia, incluso su propia hermana, estuviera en la misma habitación que ella, no la reconocería.
A los veinte años se había marchado de la Madriguera y de la vida a la que pertenecía. En ese entonces tenía el cabello largo, era flacucha y usaba ropa oscura. Pero ya con treinta y cinco años, casi treinta y seis, ya era toda una mujer, sin olvidarse de disfrutar de la vida. Tenía el cabello corto, tatuajes en la piel, ropa colorida que resaltaba su figura, que aunque sin curvas pronunciada, no dejaba de ser deseable.
Los quince años que estuvo siendo algo más que una Weasley fueron mejores que los veinte que vivió bajo la presión que significaba su apellido.
Durante todo ese tiempo, Lucy jamás consideró la idea de regresar o siquiera se arrepintió por lastimar a su familia con su ausencia. Quizá fuera egoísta, pero sabía que su paz mental y emocional terminaría dañada si se quedaba más tiempo en ese ambiente tóxico. Sabía que estaba mucho mejor yendo de aquí a allá como una nómade a quedarse en Londres y seguir teniendo los ojos acusadores de su padre en su espalda.
El dinero no era problema. Su trabajo como Girl WebCam le dejó una cuenta bancaria para pasarse unos tres años sin preocuparse por nada más que disfrutar, y cuando comenzó a escasear, entre sus seguidores se destacó William Bruce, un empresario millonario que se convirtió en su sugar daddy. Si no fue el dinero que hizo que Lucy aceptara esa extraña relación, fue lo guapo que era el hombre, que estaba lejos de ser un viejo.
Y cinco años después de no ser más que el sugar daddy y la sugar baby, se casaron, debido a que William contaba ya con treinta y siete años —era diez años mayor que Lucy—, y no era bueno para su imagen ser un solterón a esa edad. Lucy aceptó, porque si bien no lo amaba, lo consideraba un amigo y contaba con que tendría su propia libertad, todos los dólares que quería y una vida fácil mientras asistiera a eventos importantes y actuara con William como si fueran la pareja perfecta.
Luego de dos décadas fingiendo ser la chica perfecta para el público mágico, podía fingir ser la esposa amorosa dos o tres veces por mes.
Por eso mismo estaba en Nueva Zelanda. William había ido a supervisar la empresa que tenía en Wellington, la capital del país, y como a Lucy había disfrutado mucho del lugar, se quedaron dos semanas más de lo planeado. William sabía que Lucy era bruja, algo que no le desagradó en absoluto, sino que sintió realmente curiosidad por su mundo —Lucy no le había contado la importancia de su apellido allá— y disfrutó de las fiestas mágicas con los magos neozelandeses.