Una noche cualquiera, Deidara encuentra el cadáver de su novio en el tapete del recibidor de su apartamento. Durante su vida se ha envuelto con toda clase de personas y sabe que debe vengarse, que lo que le han hecho no puede quedar así.
Con ayuda d...
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Kakuzu
—No, no salió como deseaba —refunfuñé jugueteando con un pequeño cuchillo que acababa de sacar de mi bolsillo. Me dejé caer en el sillón gastado que Edward tuvo la decencia de comprar apenas empecé a alojarme en su búnker pestilente y crucé las piernas, furioso.
—¿Acaso uno de tus planes perfectos acaba de fallar? —se burló el desgraciado y quise incrustarle el cuchillo en la frente.
—No estaba en mis planes que el rubio se enamorara del detective, maldita sea.
—¿Se puede saber por qué te empeñas tanto en arruinarle la vida y a la vez en llevártelo contigo? —inquirió dándole un sorbo a su café, entorné los ojos y un amago de sonrisa le curvó los labios al colorín—. Ni siquiera entiendo lo que tratas de hacer.
—No tienes que entenderme, Edward —recalqué y él rodó los ojos—. Hace mucho te dije que simplemente podías volver a Inglaterra y hacer tu vida allá.
—Primero matas al que era tu socio utilizando a un demente —empezó a relatar jugando con sus manos e ignorando totalmente lo que acababa de decirle antes—. Después de usarlo simplemente lo abandonaste en una cárcel y cuando te aburriste de tener un cabo suelto te deshiciste de él. ¿Qué planeas hacer ahora? ¿Matar al detective? ¿Estás consciente de todos los problemas en los que podrías meterte?
—Si lo dices así sueno como una persona muy cruel, ¿no crees? —comenté en un tonito divertido y Edward me devolvió la sonrisa.
—Haz lo que tengas que hacer —pidió—, pero no te olvides que el transporte solo nos esperará hasta la próxima semana.
—Dame un cigarrillo, Edward.
Sus malditas manos inglesas y asesinas me lanzaron una cajetilla de cigarros, le di un pequeño golpecito con los dedos y llevé el filtro de uno de ellos a mis labios, saboreando el gusto a tabaco que lo impregnaba. No dejé de mirar a mi cómplice, al pelinaranjo que se escondió como una rata en las alcantarillas esperando a que yo encontrara el momento exacto para liberarme de prisión.
Lo conocí hace dos años, fuimos compañeros de celda en máxima seguridad. En su prontuario figuraban un par de asesinatos que se decía eran intencionales, premeditados y crueles. De hecho, según los abogados de las víctimas, cada muerte se provocó por distintos tipos de veneno. Sin embargo, el muy astuto preparó las mejores ponzoñas y, aunque todos sabían que él era el culpable, nadie tuvo una prueba para retenerlo y lo dejaron en libertad, con un par de muertos sobre los hombros y el dinero de sus seguros de vida en la cuenta del banco de la esquina.
Una jugada maravillosa que apenas le costó un año en prisión.
Durante nuestra estadía en aquella celda maloliente, Edward tuvo la maravillosa idea de invitarme a vivir a su tierra natal, a Inglaterra. Me contó lo bonito de sus paisajes, la oscuridad de sus callejones y lo desapercibido que podía pasar entre un montón de extranjeros. Me pidió que fuéramos familia y una parte de mi corazón retorcido tembló emocionado ante la idea y acepté con una mueca ofuscada, al fin y al cabo, el colorín malvado de sonrisa inocente no tenía que enterarse de que añoraba tener algún tipo de contacto con ser humano.