-Capítulo 18-

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Victoria Bowen.

— Si pudiera fabricar un perfume olería a tierra mojada.

Ante mi comentario recibí una sonrisa por parte de aquellos labios de color rosa. Delicados labios que siempre me sonreían a mí y a papá, que besaban mi cabeza todas las noches y besaban con cariño los labios de mi padre siempre que se encontraban.

Me acerqué más a ella y recosté mi cabeza a su regazo, de inmediato empezó a acariciar mi cabello y yo me aferraba ligeramente a su vestido blanco con flores.

Amaba verla con aquellos hermosos vestidos que siempre le quedaron tan bien.

Era como una hermosa reina.

Me giré un poco para ver su rostro y encontré aquella expresión serena que miraba las gotas de lluvia caer mientras las dos, juntas, estábamos sentadas en el pórtico. Su mirada verdosa no dejaba de ver hacia el frente, y yo no podía dejar de mirarla.

Te amo, mamá. —Dejé salir sin pensarlo mucho.

Dejó de ver las gotas de lluvia y dirigió sus grandes ojos verdes a mí, me sonrió, su cabello claro haciéndome ligeras cosquillas en la frente.

— Yo también te amo, mi princesita.

Me abrazó con fuerza y cariño. Comenzaba a hacer frío y el olor a tierra mojada se intensificaba. Yo no deseaba irme, quería permanecer ahí, en aquel pórtico, en sus brazos, y sus leves murmullos cantando y la mirada enternecida de papá mientras se acercaba a nosotras.

Mi padre se acercaba y besaba la sien de mamá mientras tomaba mi nariz para molestarme y después besar la misma.

Cuando era una niña nunca me fijé que cuando entrábamos a casa, mamá siempre se acercaba a la mesa en la que la esperaban un vaso con agua y un contenedor alargado azul de píldoras.

...

— Te faltaron unas tres que están allá. Ve a traerlas.

Ese día llovía.

Llovía bastante.

No obstante era refrescante en muchos sentidos. El clima comenzaba a helarse de a poco en aquellos días y con la lluvia cayendo por toda la prisión comencé a extrañar el olor a la tierra mojada.

Siempre me gustó aquel aroma.

Ese día me tocó a mí y a otras reclusas llevar las bandejas del almuerzo a un punto determinado de donde estaban todas las mesas para que las demás hicieran fila y tomaran su respectiva bandeja de comida.

Volví a la cocina la cual ya estaba vacía para tomar tres bandejas que se me habían olvidado.

Bandejas color rosa deprimente.

Ni eso me gustaba de la prisión.

— ¿Me toca repartir? —Pregunté sin muchas ganas a la oficial que nos supervisaba para ejecutar aquella tarea.

— A ti no, Campbell. Hoy sólo te tocaba llevar y limpiar, si ya hiciste esas dos cosas puedes irte a sentar a una mesa. —Dijo la policía tachando algo en la tabla que llevaba en manos.

Te amaré tras las rejas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora