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Recuerdo como si fuese ayer la primera vez que te vi.

Tuve la sensación de que un imán me obligaba a mantener los ojos sobre ti y de inmediato se me calentaron las mejillas. Inquieto, apresuré el paso mientras abrazaba la bolsa de papel en la que llevaba un pastel de caldero aún caliente.

Respiré hondo cuando te dejé atrás, todavía con el pulso acelerado. No supe qué fue lo que despertó esas sensaciones. Evidentemente tú, claro. Pero me dije que tenía que deberse a algo más. Algo como la despreocupación de tu postura, recostado como estabas sobre la fachada de aquel edificio al lado de dos amigos. O por tu cabello rebelde y oscuro, cuando estaba acostumbrado a ver a mis primos mayores siempre con el pelo perfectamente engominado y la raya al lado. O por la manera en la que sujetabas aquel cigarrillo mientras seguías mis pasos con la mirada.

Y tu voz. Sí, esa que escuché después detrás de mí.

―¿Necesitas ayuda? ―No contesté. Estaba demasiado nervioso. Apresuré el paso y tú me seguiste, caminando a mi lado. Vi cómo tirabas el cigarro al suelo antes de meterte las manos en los bolsillos―. ¿Vives lejos de aquí? ―Más silencio―. ¿Te ha comido la lengua el gato?

―No. Y gracias, pero creo que puedo solo con el pastel.

Entonces contemplé por primera vez esa sonrisa tuya que me acompañaría durante el resto de mi vida. Era casi tímida pero cargada de intenciones. Peligrosa. Y, al mismo tiempo, reconfortante. Tanto que, cuando quise darme cuenta, llevaba mirándote fijamente más tiempo de lo normal. Por eso choqué con aquella señora malhumorada.

―¡Por las barbas de Merlín! ―exclamó indignada―. ¡Mira por dónde vas, chiquillo! Estos jóvenes de hoy en día ya no saben ni cómo debe uno caminar por la acera.

Me echó una última mirada cargada de irritación antes de alejarse caminando con la cabeza en alto y aires de grandeza. Hasta ese momento no fui consciente de que tú me sujetabas del brazo y de que el pastel se me había caído en un charco. Ahogué un gemido.

―Tengo... tengo que llevárselo a la señora...

―No te preocupes. Compraremos otro.

―No, no. ―Empecé a ponerme nervioso―. Tiene que ser de esa panadería y estaba a punto de cerrar cuando me marché, así que...

―¿Por qué solo de esa panadería? ―preguntaste.

―Porque dice que es la mejor de la ciudad.

Sonreíste otra vez. Cerrabas los ojos cuando lo hacías. Me fijé entonces en que eran grises como un día nublado, pero intensos, abrasadores.

―Ven conmigo, te prometo que conozco un sitio en el que hacen un pan mejor.

―Yo... no puedo. Llegaré tarde. Y ni siquiera te conozco.

―Me llamo Sirius.

―Pero...

―Ahora es cuando tú me dices tu nombre.

―Es que... tengo que irme...

Noté que dudabas. Y luego alguien sobre una nimbus 1000 pasó por la calzada y te quedaste mirándolo como todos hacíamos por esa época cada vez que una escoba así aparecía. Pero no te mostraste anhelante contemplándola conforme se alejaba, sino tan solo pensativo.

―Está bien, hagamos un trato. Voy a conseguirte un pastel del mejor sitio que conozco y tú me esperarás aquí mientras tanto. Cuando regrese, me dirás cómo te llamas.

Estaba tan nervioso que no me salía la voz, pero asentí con la cabeza y después me quedé allí quieto mientras te alejabas. Quizá no sabías que no estaba acostumbrado a hablar con hombres como tú, porque a pesar de que aparentabas poco más de veinte años tenías los rasgos duros y marcados, y una seguridad que me costaba enfrentar de buenas a primeras.

StarlightDonde viven las historias. Descúbrelo ahora