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―¡Dadfoot, mira! ¡Mira, Dadfoot! ¡No me estás mirando!

―Sí que te miro, cariño. ¡Vaya, qué salto más alto!

Teddy sonrió y luego correteó por la arena hasta la orilla de la playa, riéndose cada vez que la espuma de las olas le bañaba los pies. Me miraste bajo la luz del sol de aquella mañana de verano y te inclinaste para darme un beso corto en los labios antes de ponerte en pie e ir tras él. Os contemplé desde lejos con una sonrisa tonta en los labios. Él chapoteaba en el agua. Tú te reías al verlo. Él te cogió de la mano para que lo siguieras y terminasteis los dos sentados en la orilla y jugando con el cubo y la pala de plástico. Me tumbé en la toalla y suspiré hondo. Cuando abrí los ojos veinte minutos más tarde, habíais empezado a construir un castillo de arena con una fosa alrededor para que el agua lo rodease.

―Deberíais hacer una torre ―comenté.

―¿Le encargamos a moomy que la haga?

―¡Sí! ― Teddy me dio el rastrillo, contento.

Es curioso cómo cambian las prioridades a lo largo de la vida. También es curioso lo mucho que lo hacemos las personas. Nosotros, Sirius, ya no éramos los mismos. Éramos más, para bien y para mal. Éramos aquellos que crecimos en caminos separados y también los que se encontraron más de diez años atrás y decidieron compartir una misma dirección. Éramos las canciones que habíamos bailado juntos y todos los momentos que salpicaban la pared en la que tú dibujabas constelaciones. Y pese a todo lo que alcanzamos, a pesar de los pasos que dábamos cada día como si no pudiésemos detenernos, aún teníamos sueños y ambiciones, metas y planes que añadíamos sobre aquellos que ya habíamos dejado atrás.

Y a veces despertaban con fuerza...

Notaba el anhelo burbujeando... Pero aquel día no. Aquel día, mientras os miraba, pensé que todo era perfecto, que no necesitaba nada más. Me dijiste una vez que pensabas que la vida eran instantes, fotografías que se quedan en nuestra memoria, palabras sueltas que nos guardamos incluso sin saber por qué. Y tenías razón, Sirius. La vida es eso. O al menos lo fue para nosotros.

Supongo que por eso aún recuerdo aquel momento, el de los tres jugando con la arena en la orilla de la playa hasta que Teddy terminó agotado y se durmió en cuanto lo subimos en el asiento trasero del coche. Hicimos el camino de regreso sin hablar, escuchando Faith, de George Michael, con las ventanillas bajadas y mirándonos de reojo en cada semáforo como si acabásemos de conocernos y fuésemos dos adolescentes idiotas. ¿Por qué? No lo sé. Creo que esos instantes surgen, aparecen cuando menos te lo esperas. Nos pasamos la vida planificando días especiales, el de los cumpleaños, el de Nochevieja y tantos otros que a menudo permanecen menos tiempo en la memoria que los más sencillos, los cotidianos, esos que son tan difíciles de prever que uno nunca sale de casa con la cámara de fotografías colgada del cuello para poder capturarlos. Permanecen solo en nuestra memoria y, cuando llegamos al final del camino, sencillamente se convierten en polvo, en nada.

Una vez te dije que me parecía triste...

... y tú contestaste que era bonito.

Ahora lo entiendo, Sirius. Ahora recuerdo aquel día en la playa, nuestras miradas dentro del coche, tu rostro sonriente y la manera en la que sostenías el volante con una mano y pienso... pienso que es triste que algún día desaparezca el sabor dulce de ese momento, pero, al mismo tiempo, sé lo que querías decir. Que era solo nuestro. Que nos pertenecía. Que no tenía precio. Que, cuando llegamos a casa, aunque pareciese un día más, ni siquiera hizo falta que nos dijésemos nada antes de ir al dormitorio y dibujar otra estrella, una que abría una nueva constelación.

StarlightDonde viven las historias. Descúbrelo ahora