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―¿Quién entiende a los hombres? ―Lily se encendió un cigarrillo y negó con la cabeza antes de suspirar―. A veces tengo la sensación de que vivo sola, ¿sabes? Cuando nos conocimos no era así. No llegaba a casa a las tantas oliendo a cerveza. El quidditch. El problema es el quidditch, Remus. Deberían prohibirlo. ―Su risa me sonó triste, gris.

Estábamos tomando algo en una cafetería.

―Supongo que sí... ―contesté distraído.

―Bueno, olvidaba que tú tienes a Sirius.

―¿Qué quieres decir con eso?

―Ya sabes. Que es perfecto.

En cualquier otro momento me hubiese enorgullecido, pero en ese me molestó. Quizá porque vivíamos en la misma casa, pero cada vez te sentía más lejos. Quizá porque yo sabía que tenías defectos, como todo el mundo, que eras humano, que te equivocabas. Quizá porque me dolía no tenerte igual, aunque ni siquiera supiese expresarlo de otro modo que no fuese enfado. Quizá porque habían pasado meses desde la última vez que hicimos el amor y no sabía por qué. No entendía por qué. Ahora sé que tú tampoco. Que, a veces, estamos tan centrados en el día a día que somos incapaces de respirar e intentar descubrir qué está ocurriendo. O simplemente atravesamos una mala época. O nos hemos desviado y no recordamos cómo es eso de que una mano tire de ti, porque el otro también está perdido.

―Sirius no es perfecto. Te equivocas.

―Oye, ¿qué te ocurre? ―Cogió aire―. Llevas unos meses muy raro, casi esquivo, y en cuanto a lo de Sirius, creo que me has entendido mal. Tendrá sus cosas, como todos, pero no te deja tirado cada día para irse a saber dónde. O con quién.

―Lily, lo siento, yo no pretendía...

―Quiero pedir el divorcio ―me cortó.

―Lo siento mucho, Lily. Yo no imaginaba que estabais tan mal, de haberlo sabido... ―Sentía una opresión en el pecho―. Dime qué necesitas. No te preocupes por el trabajo, puedo organizarme solo y ya hablaré con Kingsley si veo que se me va de las manos.

―Aún no se lo he dicho, pero he visitado a un abogado.

―Haces bien si no eres feliz.

―Eso espero. No negaré que tengo miedo. Mi madre puso el grito en el cielo cuando se lo comenté hace unos días, pero no quiero... no quiero pasar el resto de mi vida infeliz.

Alargué una mano sobre la mesa para posarla encima de la suya, que temblaba. Visto ahora puede parecer poca cosa, pero a principios de los noventa no era tan común divorciarse como empezó a serlo tiempo después. Mucha gente se había enfrentado años atrás a la iglesia católica para promover la ley del divorcio y no fue sencillo por culpa del rechazo de los más conservadores. El ministro de Justicia que impulsó la ley dijo: «No podemos impedir que los matrimonios se rompan, pero sí podemos impedir el sufrimiento de los matrimonios rotos».

Le había dejado caer el tema a mi madre un par de veces, pero no quería ni oír hablar de algo así. Aunque era su decisión, no podía dejar de compadecerme de ella. Era una buena mujer y tuvo una vida desdichada y triste. Intenté ayudarla en varias ocasiones, le dije que podía quedarse con nosotros en casa, pero a veces algunos corazones están tan dañados que ya no saben cómo latir a otro ritmo que el que un día les impusieron.

Cuando mis padres se hicieron mayores, regresaron al pueblo en el que había crecido, ese que quedaba a casi dos horas de la ciudad, y perdí aún más el contacto con ellos. Iba a verlos alguna vez, sobre todo para que ella pudiese estar con sus nietos. Y nos llamábamos los domingos, pero poco más. No hubo ningún cambio. No hubo ningún milagro.

―Todo saldrá bien, ya lo verás ―le dije.

Estuvimos hablando un poco más antes de despedirnos en la puerta de la cafetería hasta el lunes siguiente. Era viernes, el día que tu tío iba siempre a recoger a Teddy y a Alphard para pasar la tarde con ellos e invitarlos a comer churros con chocolate cerca del barrio en el que vivía. Me acerqué hacia allí caminando a paso rápido, pensativo.

Tu tío sonrió al verme, como siempre. Una sonrisa sincera y cálida, de esas que se te cuelan bajo la piel. Le di un abrazo antes de besar a Teddy en la mejilla y apartarle el pelo de la cara mientras Alphard me contaba que aquel día había ganado un partido de quidditch, durante el recreo.

―¡Qué bien, cariño! Ven, deja que te limpie el chocolate.

―Es un pequeño cerdito ―se burló Teddy.

―¡Me ha llamado cerdo! ―gritó Alphard indignado.

―«Cerdito» ―aclaré―, y seguro que lo ha dicho con cariño.

―Al menos yo no tengo la cara llena de granos como él.

Teddy abrió la boca indignado y yo intenté calmarlo rápidamente. Discutían a todas horas. Esa era otra de las cosas que me volvían loco por aquel entonces. Tenía la sensación de que nunca estaba «todo bien»; cuando no éramos nosotros, eran ellos, juntos o por separado, cuando Teddy se rebelaba o Alphard tenía una de sus pataletas. Los cuatro años que se llevaban parecían notarse más que nunca, como si viviesen en dos planetas distintos.

―Te he comprado unas barras de chocolate, mi precioso Remus. ―Tu tío se puso el sombrero y me guiñó un ojo―. Te las doy si subes a casa y las encuentras.

Aquel era el juego, desde siempre. Él me compraba chocolate, lo metía en la cajita de latón y lo guardaba en algún sitio, normalmente en el salón. Era una tontería, una tradición que no tenía sentido a los ojos de los demás, pero que se forjó desde que puse un pie en su casa más de veinte años atrás y él me recibió como si fuese su hijo.

―¿Quizá el próximo día? Se me ha hecho un poco tarde.

―Siempre con prisas, Remus. ―Sacudió la cabeza.

Tenía mucha razón. Quería hacer tantas cosas que a veces no llegaba a todo. Quería trabajar más, quería ser un padre ideal, quería quedar con mis amigos para tomar café o salir una tarde, quería embarcarme en algún proyecto mío y personal, aunque ni siquiera sabía sobre qué. Quería... quería saber qué estaba fallando entre nosotros, qué nos estaba ocurriendo, qué tenía que hacer para que todo volviese a ser perfecto...

Te miré cuando llegamos a casa. Estabas sentado en el sofá, leyendo una novela con gesto ausente. Quise acercarme a ti, Sirius. Deseé deslizarme como antaño entre tus piernas, sentarme allí y leer algunas líneas contigo, como hacíamos antes siempre. Pero no pude. Era como si hubiese una barrera entre nosotros que antes no estaba y que me impedía llegar hasta a ti. No era tu culpa. Quizá tampoco la mía. Creo que fue aquella etapa, el poco espacio que quedó para nosotros solos en medio del día a día, pequeños rencores y enfados por cosas tan tontas que ya no las recuerdo, semanas anclados en aquel hastío que terminaron convirtiéndose en meses, casi en años...

StarlightDonde viven las historias. Descúbrelo ahora