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Cumpliste tu palabra. Intentábamos vernos a diario, si no era cuando iba a comprar por la mañana, coincidíamos al atardecer tras recoger a Phineas del colegio y llevarlo a casa de los Flint. Cada vez el paseo se alargaba un poco más, cada vez leíamos más páginas de aquel libro. Los domingos aprovechábamos el tiempo libre para ir a alguna sesión doble de cine, cogernos de la mano y robarnos besos en la última fila. Cuando el calor del verano llegó, cogimos la costumbre de sentarnos a leer al aire libre; tú eras paciente y sabías enseñar mucho mejor que los profesores de las clases nocturnas a las que aún asistía. Seguías la línea con la punta del dedo y sonreías cuando me trababa en alguna palabra, en lugar de resoplar.

Estaba loco por ti, Sirius.

Me encantaba tu sonrisa traviesa, tus ojos que me recordaban a una tarde nublada, el timbre profundo de tu voz y acariciarte el pelo con los dedos cuando pasaba una mano tras tu nuca; te lo habías dejado algo más largo de lo que dictaban los cánones sociales, como si deseases gritarle al mundo que eras diferente. Vaya si lo eras. No te parecías en nada a mis primos, ni mucho menos a mi padre. Y tu cabeza estaba llena de ideas increíbles y sueños que empezaba a desear poder cumplir.

Me presentaste a tu tío. Y tenías razón: era un hombre maravilloso, de mirada humilde y carácter amable. Se mostraba tan orgulloso de ti como tú de él, y lo llenó de felicidad saber que éramos amigos. No como el mío, que no pareció demasiado contento cuando se lo contamos, aunque terminó aceptándolo con el paso de las semanas y gracias a la insistencia de mi madre, a la que encandilaste de inmediato.

Cuando llegó el invierno, ya habías terminado los estudios y el amigo de tu padre te consiguió un trabajo a tiempo parcial en un colegio privado como profesor de Runas Antiguas. Yo estaba tan contento que el día que me lo contaste me lancé a tus brazos en medio de la calle, aunque lo cierto era que había dejado de sentir vergüenza por cosas así.

Un mes después, me pediste que nos viésemos una tarde de un jueves cualquiera y, cuando te pregunté a dónde íbamos, te limitaste a negar con la cabeza un par de veces. Parecías meditativo. Solías morderte las uñas cuando algo te preocupaba, así que las llevabas cortas y nada bonitas, aunque hasta ese detalle tonto me gustaba de ti. Igual que tu manera de cogerme de la mano, siempre con esa firmeza que me trasmitía tranquilidad. Como aquel día, cuando caminábamos con paso firme por la calle. Tú frenaste delante de un edificio de cuatro plantas y de color crema, y alzaste la vista hacia arriba.

―¿Te gusta? ―preguntaste algo inseguro.

―Sí. No lo sé. ¿Qué hacemos aquí?

Un hombre vestido con un traje de chaqueta nos interrumpió en ese momento y te saludó tras constatar que eras Sirius Black, la persona con la que se había citado para reunirse. Lo seguimos dentro del edificio. Tenía un patio interior que daba a un jardín algo salvaje entre dos edificios colindantes y las escaleras por las que ascendíamos eran estrechas y con un pasamanos bonito y de madera oscura.

El tipo sacó unas llaves, abrió la puerta dieciséis de la tercera planta y nos invitó a pasar. Nos enseñó las estancias, que eran luminosas y de techos altos, mientras hablaba de las virtudes de aquel edificio. Cuando nos dejó a solas para que pudiésemos echar un vistazo por nuestra cuenta, te acercaste hasta mí acortando la distancia que nos separaba y me cogiste de la mano. Nunca te había visto tan nervioso, ni siquiera el día que estuve a punto de negarme a volver a salir contigo por miedo a que solo estuvieses jugando y lo que pensarían los demás.

―Necesito saber qué opinas de esta casa.

― Sirius... es muy grande, es demasiado...

―¿Prefieres algo más pequeño? Porque me parecerá bien. Tú solo dime qué es exactamente lo que quieres e intentaré dártelo.

―No podemos pagarlo ―dije con un hilo de voz.

―Ya nos arreglaremos, no te preocupes por eso.

―Tú y yo ni siquiera... todavía no...

―Solo dime si te gusta. Es el último que queda en el edificio y no durará mucho. Está en una buena zona y da a dos calles, el comedor es amplio y le da el sol.

―¡Me encanta! Es precioso, pero...

―Eso era todo lo que necesitaba oír.

Me abrazaste y yo me aferré a la calidez de tu cuerpo.

Dos días después, mientras nos perdíamos en una nueva historia sentados en un banco, pasé las páginas del libro y leí en voz alta la nota que encontré escrita por ti. «Cásate conmigo, Remus». No era una pregunta. Aunque legalmente no podíamos aún lo intentabas. Eso me hizo sonreír antes de dejar caer la novela y estrecharte con fuerza. Ninguno de los dos dijo nada. Tan solo nos quedamos en silencio durante lo que pareció una eternidad, escuchando el piar de los pájaros y el sonido de las ramas movidas por el viento. Fue bonito. Fue como respirar hondo con los ojos cerrados.

StarlightDonde viven las historias. Descúbrelo ahora