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Ocurrió una mañana cualquiera de invierno. No sé si era un martes, un jueves o un lunes. Pero sí sé que cuando me giré en la cama y te vi tumbado a mi lado, el corazón empezó a latirme más fuerte. Porque tú te levantabas temprano, Sirius, antes de que el sol saliese. Y aquel día la luz resbalaba hasta alcanzar la colcha y las motas de polvo se agitaban bajo la ventana cerrada. No se escuchaba nada, pero existen silencios que son ensordecedores, silencios que son peor que un grito desgarrador. Y en ese instante lo supe. Simplemente lo supe. Lo sentí en el pecho, en la garganta, en la tripa, en el alma. Me quedé sin aire. Te llamé, pero no contestaste. Te zarandeé, pero no te moviste. Te grité que no me hicieses aquello, pero esa vez no me calmaste, no me limpiaste las lágrimas ni me aseguraste que todo iría bien. Esa vez me dejaste solo. Esa vez dejamos de ser «tú y yo» y, cuando lo entendí, solo pude aferrarme a tu cuerpo frío antes de susurrar tu nombre; apenas un gemido ahogado, apenas un sollozo roto por el miedo que se extendió hasta paralizarme.

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