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Los primeros meses a tu lado fueron como vivir sobre una nube cómoda y esponjosa. Esa es la primera idea tonta que me viene a la cabeza cuando recuerdo nuestro viaje de luna de miel durante aquel verano a comienzos de los setenta, un tiempo después de nuestra unión. Fuimos a Ibiza y estuvimos seis días recorriendo la isla, perdiéndonos entre calas y rincones increíbles. Tu tío nos había regalado una cámara de fotografías Kodak y tú parecías querer inmortalizar cada instante, aunque no pudieses retratar el olor del mar y la sensación de libertad que nos envolvía allí, como si al alejarnos de casa fuésemos dos personas con un pasado en blanco que podían hacer cualquier cosa. Allí me compré mi primer traje de baño, cuando la sociedad conservadora seguía rechazándolo; no era de los largos hasta las rodillas, al revés, casi diminuto. Recuerdo la cara que pusiste cuando llegamos a la playa y me animaste a quitarme la ropa. Sonreíste como un niño antes de cogerme en brazos y correr hasta el agua cristalina ignorando las miradas de aquellos que quizá pensasen que estábamos locos. Y en parte lo estábamos, sí. Locos de amor. De ese primer año tan intenso en el que casi te echaba de menos incluso cuando estábamos juntos.

Pero también fue el comienzo de una época difícil. Una en la que podías cogerme de la mano, pero no tirar de mí, porque había cosas que tenía que aprender a hacer solo.

Tal como mis padres quisieron, dejé de trabajar en cuanto nos unimos. Me despedí de la familia Flint, a pesar de que íbamos justos de dinero, e intenté seguir los consejos de mi madre. «Si el va a estar trabajando deberás cumplir el rol de esposa, tienes que tener la comida preparada cuando él llegue a casa» «Debes arreglarte todos los días. Hazme caso o terminará buscándose a otro más guapo que tú. Los hombres como él son así». «Ve a una casa de adopción, Remus. Es importante».

No le guardo rencor a mamá, sino todo lo contrario, me compadezco de ella. No conocía nada más que lo que le habían enseñado, un mundo entero reducido a una canica que podías sujetar entre dos dedos. Se había criado en el campo y tenía una visión limitada en la que todo se reducía a conseguir sobrevivir día tras día sin hacer enfadar a su padre y más tarde a su marido.

De modo que lo intenté. No porque ella me lo dijese, sino porque era lo que las mujeres hacían entonces. Se casaban y se centraban en tener hijos mientras empezaban a ocuparse de mantener su hogar impoluto. La vida rutinaria de las jóvenes esposas se resumía en ver quién hacía un mejor guisado, quién cosía mejor y quién luchaba más ferozmente contra las motas de polvo. Y aunque había cambiado mucho desde que tú entraste en mi vida, estaba acostumbrado a seguir las normas y ya tenía experiencia ocupándome de una casa ajena.

Así que me gustaría poder edulcorar la realidad y decir que me rebelé contra las normas establecidas por un impulso alocado y visceral, de todas formas éramos una pareja inusual para esos tiempos. Pero tú sabes que eso no es cierto. No ocurrió así. No fue exactamente por tener que quedarme en casa mientras te ibas a trabajar, aunque al final una cosa terminase arrastrando a la otra casi sin pretenderlo.

Fue por el bebé.

Fue porque no podía darte hijos.

Fue porque, conforme pasaba el tiempo, lloraba con cada carta de las casas de adopción que justificaban que no podía adoptar porque no estaba casado con una mujer por la iglesia y una especie de nudo sólido e incómodo se me iba formando en el estómago.

Nunca lo hablamos abiertamente. Era algo que los dos sabíamos que estaba ahí, sobre nosotros, colándose en cada silencio que compartíamos, pero casi parecía que en cierto modo intentábamos evitarlo, fingir que no pasaba nada.

Tú habías conseguido que te ampliasen la jornada y cada vez dabas más clases. Yo empezaba a sentirme atrapado entre esas cuatro paredes. No sé en qué momento pasamos de ser las dos personas más felices y abiertas del mundo a una pareja que huía y se escondía de un problema como aquel, de algo que en el fondo nos preocupaba a los dos. Hablábamos de todo, Sirius, tú lo sabes. Hablábamos de nuestros sueños, de ideas locas que a ti se te pasaban por la cabeza, de cómo imaginábamos el futuro, de qué ocurriría si algún día cambiaba la situación política en la que nos había tocado vivir. Hablábamos de esa casa en el campo que deseábamos tener para veranear o del apartamento en la playa que podríamos alquilar algún año, de libros e historias increíbles, de películas y de música, de los detalles más cotidianos. Hablábamos de sexo; de qué te gustaba a ti y qué me gustaba a mí, de lo excitante que era conocernos a través de la piel.

StarlightDonde viven las historias. Descúbrelo ahora