EPÍLOGO

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Siempre me ha resultado sorprendente lo natural e inevitable que parece la muerte cuando les ocurre a otros, cuando está lejos. Escuchas cosas como «es ley de vida», «todos acabaremos así», o «al menos se fue sin sufrir». Eso no sirve cuando la persona que se ha ido es la que amas con todo tu corazón. No sirve cuando te has ido tú, Sirius. No me parece ley de vida y no me alivia la ausencia de sufrimiento, porque solo puedo pensar en que deberías estar aquí. Deberías. Mis dedos tendrían que estar entre los tuyos y tendrías que darme un apretón para aliviar el dolor, para tirar de mí y sacarme de aquí, sacarme de tu propio funeral. Y entonces echaríamos a correr. Como antes. Como cuando podíamos hacerlo sin ahogarnos, cuando tú reías con un cigarro entre los labios y te creías el rey del mundo, el de la sonrisa más bonita, el que coleccionaba vinilos y bailaba conmigo en el salón de casa, con el que compartí los buenos y los malos momentos, con el que crié a mis hijos, el que pedía «perdón» casi antes de recordar por qué, el que me enseñó a leer, a crecer y a vivir, el que me miraba como si fuese el chico más especial, el único...

Sirius, en este mundo es difícil cruzarse con alguien como tú, alguien que siempre sume, alguien que aporte luz y aleje las sombras, alguien que dé sin esperar recibir nada a cambio. Por eso solo puedo pensar en que no es justo. No debería ser así. No debería estar aquí, sin ti a mi lado. Apenas escucho nada. Tampoco puedo abrir los ojos, que están hinchados. Nunca había sentido una tristeza tan profunda, un dolor tan intenso, como si hubiese perdido una parte de mí, como si el mundo hubiese dejado de girar para siempre.

Te has marchado, Sirius. Te has ido sin despedirte.

Y no estaba preparado. Si he de ser sincero, jamás podría estar preparado para algo así, para soportar esta presión en el pecho que me ahoga y que se hace más grande cuando todo llega a su fin y la gente se aleja y las palabras de pésame se convierten en un murmullo. Alphard, que ha cogido el primer avión que salía hacia aquí, me abraza con fuerza y solloza. Apenas puedo consolarlo. Apenas puedo alzar la mano para rodearle la espalda, porque estoy roto y ahora entiendo que los pedazos que faltan te los has llevado contigo y ya nada volverá a ser igual. Diferente, quizá, sí. Pero no igual. Cuando entiendo eso, cuando escucho tu voz casi susurrándomelo al oído, me hago un poco más fuerte y logro mirar a tu hijo a los ojos y limpiarle las lágrimas con los pulgares, aunque las manos me tiemblan tanto que no lo consigo del todo.

Después busco a Teddy. Intento calmarlo. Intento pensar que es lo que tú hubieses querido, porque era tu ojito derecho, tu pequeño. Sé que odiarías verlo así. Te rompería el corazón. Lloramos juntos hasta que el funeral termina y el cielo se oscurece. Insiste una y otra vez en que me quede esa noche a dormir en su casa, pero le digo que no. Quizá le cueste entenderlo, pero esa noche necesito estar en nuestra cama porque es lo más cerca que en estos momentos puedo estar de ti, porque, tal como preveía, cuando me acuesto y apoyo la cabeza en la almohada descubro que todavía huele a ti y se me escapa un sollozo desgarrador al fijarme en tu mesita de noche, en el libro que has dejado a medio leer, en tus gafas junto a un collar de macarrones que Eva te regaló hace unas semanas.

Pienso en ti. Intento recordar todos los momentos bonitos que hemos vivido juntos. Nuestra primera noche en aquel piso, cuando hicimos el amor. Las partes agridulces del camino. Como nos juzgó la gente. El viaje al camping ese verano. Teddy. La escapada a Londres. Mi primer empleo. Alphard. Los dulces años ochenta. Nosotros alejándonos. Y nosotros acercándonos. Los problemas que fuimos superando. Los viajes. Las risas. Las miradas. La complicidad. La confianza. El amor, Sirius; el amor.

Los recuerdos se enredan en mi cabeza y se agitan con fuerza. Sé lo que tengo que hacer, lo sé perfectamente, pero tardo una eternidad en inclinarme para abrir el cajón de la cómoda. Luego me incorporo un poco sosteniéndome del cabecero y me atrevo al fin a contemplar nuestra pared, la de las constelaciones, la de la vida que hemos compartido juntos. Me diste muchas cosas que se convirtieron en solo mías, pero esas estrellas no lo son. Eran nuestras. Y hoy ya no. Aquí termina el recorrido. Aquí acaba el «tú y yo», Sirius. Sabíamos que uno de los dos cargaría con el peso de cerrar la última constelación, pero jamás imaginé que sería tan duro, porque una cosa es pensarlo y otra vivirlo, intentar encuadrar la pared desenfocada con la vista borrosa, unir los puntos, trazar las líneas, cerrar nuestra historia juntos. Saber que gran parte de todos esos recuerdos se convertirán en polvo cuando me reúna contigo.

Al despertar horas más tarde, el sol de invierno me acaricia.

Solo deseo quedarme ese día en la cama contemplando la luz que entra por la ventana. O toda la vida, quizá, no lo sé. Pero levantarme no parece una opción. Hasta que pienso en ti. En tus palabras. En la manera que tenías siempre de tirar de mí, de impulsarme a ser más y mejor, y entiendo que quedarme allí con la nariz hundida en tu almohada no haría que te sintieses orgulloso de mí. Ni siquiera soy demasiado consciente de lo que hago cuando me pongo en pie lentamente, un poco mareado. Avanzo hasta la cocina y me preparo un café.

Después, con la taza en la mano, entro en esa habitación que los dos convertimos en un estudio. Todo sigue igual, aunque nada lo es. ¿Cómo puede ser que nada haya cambiado de sitio y que parezca casi otro lugar? Pienso en ello mientras enciendo el ordenador y me siento delante ahogando un sollozo que me atraviesa y se apodera de mí durante unos minutos.

Luego vuelve la calma, el esfuerzo por respirar hondo.

Deslizo los dedos por el teclado con suavidad.

Pienso en ti. Abro un nuevo documento, uno que va a ser solo mío, uno en el que necesito volcar todo esto que siento, el dolor lacerante, el amor por ti, la rabia, la ternura, los sentimientos atrapados en un cuerpo que ya no puede contenerlos.

No dudo antes de elegir un título y sonrío con tristeza y con nostalgia al pensar que puede que para los demás solo fueses un hombre de setenta años con el pelo canoso y las mejillas arrugadas, pero para mí siempre seguiste siendo mi brillante estrella. Y entonces empiezo a teclear.

Al principio despacio, después más rápido.

«Recuerdo como si fuese ayer la primera vez que te vi.

Tuve la sensación de que un imán me obligaba a mantener los ojos sobre ti y de inmediato se me calentaron las mejillas. Inquieto, apresuré el paso mientras abrazaba la bolsa de papel en la que llevaba un pastel de caldero aún caliente».

Lo releo despacio, saboreando el momento.

Sintiéndote cerca de nuevo.

Abrazando nuestros recuerdos.

Porque este será mi «hasta pronto».

StarlightDonde viven las historias. Descúbrelo ahora