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El día de tu jubilación fue emotivo. Algunos estudiantes reunieron dinero y te regalaron una edición antigua de Cuento de Navidad, un libro que te encantaba. Tus compañeros prepararon en el colegio una merienda improvisada y colgaron algunos globos en el salón de actos. Llevabas trabajando allí tantos años que casi conocías mejor cada rincón de aquel edificio que el de tu propia casa. O, mejor dicho, en cierto modo fue también tu casa, esa a la que ibas cada día y de la que regresabas con una sonrisa satisfecha.

Vinieron antiguos alumnos que querían despedirse de ti por última vez, unos acompañados incluso por hijos, otros contándote qué había sido de sus vidas después de graduarse. Teddy y James Sirius también acudieron con Eva, orgullosos de presenciar aquel momento. Ese día fui yo el que se escondió detrás de la cámara de fotografías que siempre solías llevar tú e intenté capturar cada instante, cada sonrisa nostálgica que esbozabas, cada mirada cariñosa.

Cerraste una etapa. Y poco después, te seguí también.

―¿Qué vamos a hacer ahora? ―pregunté.

―No lo sé. Podemos hacer lo que queramos.

Era una mañana de miércoles y, tras unas semanas algo confundidos aún por los cambios, decidimos sentarnos a desayunar en el salón y hablarlo con calma. Nos miramos de reojo y sonreímos. Era raro. Como volver atrás en el tiempo, a esa época en la que no tienes responsabilidades ni un trabajo al que ir cada día. Pero también hacía que nos sintiésemos un poco perdidos entre tanta novedad. ¿Qué hacíamos con todas esas horas...?

―Podríamos volver a comprar una casa en el campo.

―Suena muy lógico, sí ―contestaste irónico.

―No me mires así, ahora tendría tiempo para dedicárselo a las plantas. Haríamos el mejor jardín de la urbanización. Podrías hacer allí hasta sesiones de fotos.

Removiste el café y alzaste una ceja, divertido.

―¿Desde cuándo te interesa la jardinería?

―Desde nunca, pero podría aficionarme.

―No creo que sea un buen plan volver atrás.

―Vale. Pues un apartamento en la playa.

―¿Y qué hacemos en invierno?

―No lo sé, Sirius. ¿Qué hace la gente cuando se jubila?

―Juega a la petanca. O se apunta a algún curso de ganchillo.

―Bromear es lo único que no se aprende con la edad, está comprobado.

Te reíste y después inspiraste hondo y me miraste pensativo.

―Podríamos viajar.

―¿A dónde?

―No lo sé, por ahí. Por todo el mundo. Alphard ha estado en un montón de sitios, podría recomendarnos algunos. Y cada día sería una aventura, algo nuevo.

Dudé, pero reconozco que la idea era tentadora.

Solo habíamos salido al extranjero cuando íbamos a visitar a nuestro hijo, que cada vez era más frecuente. Pero nunca nos habíamos ido nosotros solos por el mero placer de hacerlo.

―Admito que no suena mal.

―Mejor que lo de la jardinería.

―Un poquito. Pero me da miedo.

Te inclinaste y me cogiste las manos sobre la mesa, acunándolas entre las tuyas. Me fijé en tu rostro. Cómo cambiamos con los años, Sirius, pero aun así seguías pareciéndome atractivo, con la piel arrugada y con los ojos más opacos. En cierto modo, tu imagen representaba una vida entera delante de mí, llena de momentos dulces, agrios y templados. Todos me parecían entonces igual de necesarios para ser quiénes éramos en ese momento.

StarlightDonde viven las historias. Descúbrelo ahora