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Seguí acudiendo a las clases. Me pasaba el día con náuseas y sueño, pero de repente aquel curso ya no era algo opcional, sino un deseo, una meta. Quizá porque descubrí que la taquigrafía me gustaba más de lo esperado o porque en aquel ambiente me sentí bien conmigo mismo, arropado por esas personas que no temían decir lo que pensaban y que quedaban para divertirse los domingos por la tarde.

Tú me animabas a salir con ellos cuando nos despedíamos de tu tío tras la comida y la partida de rigor al dominó, pero estaba tan cansado que lo único que me apetecía era ir a casa, acurrucarme en el sofá a tu lado y escuchar alguno de nuestros discos preferidos.

―El domingo que viene ―te dije.

―Como quieras. Toma, cariño.

Me diste un cuadrado de chocolate, de esos que me encantaban y a los que nunca podía negarme. Sonreí y me lo metí en la boca mientras tú hacías lo mismo y echábamos a andar hacia casa cogidos de la mano y en silencio. Había algo en esos momentos, en los paseos compartidos juntos, que me dibujaban una sonrisa tonta en la cara.

―¿Caliento leche? ―preguntaste al llegar, mientras te quitabas la chaqueta―. Creo que aún quedan galletas, ¿has comprado esta semana? ―Te encantaba merendar algo dulce.

Asentí, distraído. Me dolía la tripa. Me dolía todo, en realidad. Colgué la bufanda del perchero tras la puerta y me quité los guantes antes de ir a la cocina.

No me di cuenta de la carta en el mesón hasta entonces.

Sollocé tan fuerte que me escuchaste desde la habitación.

Llamaste a la puerta, pero no podía responder. No podía decir nada. Estaba paralizado y sin saber qué hacer. Volviste a llamar más fuerte. Tomé una bocanada de aire.

―Remus... voy a entrar.

Abriste la puerta. Y te quedaste pálido. Te llevaste una mano al pecho mientras me mirabas y un velo de dolor cubría tu expresión. La institución no nos había aceptado. Mis dedos arrugaban el papel con fuerza. Y solo podía preguntarme por qué. Eso y llorar. Intenté apartarte cuando te acercaste para abrazarme y decirme que podíamos buscar otra solución. Quería gritar, pero no me salía la voz. Estaba rompiéndome en mil pedazos delante de ti y tú no podías hacer nada por evitarlo. Ni siquiera reaccioné leíste en voz alta la carta, ya sabía que Dios nos estaba condenando. Solo te miré, temblando.

―Lo siento ―susurré muy bajito.

―Yo también lo siento, cariño.

Me diste un beso tierno en la frente.

Los siguientes días fueron una sucesión de silencios y miradas cargadas de palabras no dichas. Al principio estaba enfadado. Lo estaba porque pensaba que eran nuestros primeros años, esos en los que nos merecíamos ser felices. Lo estaba porque nos queríamos y me dolía que no pudiésemos tener algo que otros ni siquiera deseaban y conseguían. Creo que pasé por todos los estados de ánimo tan solo en unas semanas. La tristeza, la desilusión, la melancolía. Después llegó la rabia, la ira, la incomprensión. El pensamiento continuo de que aquello «era injusto», que «no nos lo merecíamos».

Y, luego, sorprendentemente, llegó la calma.

Tener las clases y salir con Lily y los demás fue un impulso, porque sentía que mi vida no giraba en torno a una sola cosa, sino que estaba haciendo algo útil, algo más.

Pero no siempre hemos recorrido todos los caminos cogidos de la mano, ¿verdad, Sirius? A veces uno de los dos necesitaba soltarse. A veces uno de los dos se quedaba atrás por mucho que hubiese intentado correr para alcanzar al otro.

StarlightDonde viven las historias. Descúbrelo ahora