Pánico.

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Mis pensamientos iban a una velocidad incalculable. 

Mi llanto en medio de hipidos. Aferrada a Saúl. Con el enorme miedo a cuestas de perderle una vez más. 

A él. A la familia que estábamos construyendo. A mi hermana y a mi sobrina. Pero sobre todo, era la idea de perder a Fernando, lo que me tenía paralizada. 

No lo soportaría. 

Repetía una y otra vez en mi mente que, no era posible

No era posible, no podía ser verdad. 

Todo se tambaleaba nuevamente, después de un largo tiempo.

Se resolvía un problema y aparecía otro más. Aunque este en particular no era un problema; era un pesadilla. 

Una pesadilla al asecho. En constante asedio. 

Una pesadilla que me había perseguido por poco más de 21 años. 

Una pesadilla con nombres, apellidos, huellas y consecuencias. 

Una pesadilla de mente criminal. Con la sangre tan o más fría que la mía. 

Una pesadilla cuyo único objetivo seguía siendo el mismo. Destruirme

Una pesadilla que me obligaba nuevamente a separarme de quienes más amaba.

 Porque protegerlos era mi prioridad número uno. 

Dejarlos... ¿Dejarlos? 

La simple idea se me hizo inverosímil. Más que eso. 

Esconderme me parecía el acto de cobardía más grande. Deshonesto, conmigo más que con nadie. 

Nunca había sido de huir. Nunca había huido. 

Esta no tenía porqué ser la primera vez. 

— ¡No!— me removí entre los brazos de Saúl para que me soltase. Sequé con rabia el rastro de lágrima en mis mejillas— No lo pienso hacer. Es más, ni lo vuelvas a insinuar— rezongué furiosa, observándolo fijamente.

Pareció entre sorprendido y contrariado, porque ya había dado por hecho que aceptaría. Pero no. No pensaba huir. Ni ahora ni nunca. 

Cuando empecé esta casería a muerte hace poco más de un año, sabía que no todo podía salir como lo tenía previsto. 

Conocía los pro y los contras de este juego. Las posibilidades de terminar por perder lo poco que me quedaba de tanto tiempo.

Pero la sed de venganza pudo más, mucho más. 

Fue mi alimento y mi fuerza durante todo el tiempo que me llevó encontrarlos. 

Fue la única razón que encontré para seguir viviendo, después de haberlo perdido prácticamente todo, menos la vida, menos a Regina. 

Definitivamente no.

— No voy a intentar convencerte de lo contrario, solo tenía que intentarlo— suspiró masajeándose el puente de nariz con el pulgar y el índice. 

Ya había secado el rastro de pocas lágrimas agolpadas en sus ojos. 

Su rostro denotaba preocupación. Enojo. Frustración. 

Me observó por un corto instante, y salió de la habitación, sin pronunciar nada más.

Suspiré y me abracé a mí misma.

La contrariedad se hacía espacio en mi mente, embotándola. 

Bloqueando mi capacidad de pensar, más no de sentir.

Una vida, otro sueño.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora