Capítulo 16

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Diago

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Diago

El agua se resbalaba por mi cuerpo, fría y constante. Mis manos no dejaban de temblar y de pronto me embargó un sentimiento de culpa. ¿Cuántos hombres habré matado hoy?

Esa era mi pregunta.

No podía sacarme de la cabeza el recuerdo de esa imagen. Detrás de las camionetas habían caído al menos tres cuerpos. Pero seguían sin detenerse y continuaban disparándonos. No llevaban buenas intenciones, eso era obvio.

Quería inhabilitar la camioneta, pero el primer disparo en lugar de dar en el motor, le dio al chofer y el segundo, golpeó el neumático haciendo saltar la camioneta, el chofer estaba herido, no podía controlarla e inminentemente se volcó, rodando pendiente abajo. Los hombres de la batea no debieron sobrevivir, la camioneta dio demasiadas vueltas haciendo saltar los cuerpos y cuando por fin se detuvo en la parte llana, comenzó a incendiarse, pero no vi a nadie abandonar la cabina.

Mi estómago se contrajo en arcadas y vomité saliva y agua. Mi boca estaba amarga y mis estúpidas manos no dejaban de temblar ¿Era realmente necesario ese enfrentamiento?

El dolor en mi mano se extendió gradualmente conforme me calmaba. Estúpido. Había dado un golpe a la pared y ahora mi sangre se mezclaba con el vómito.

Sé que debería haber estado conforme, por muchas razones. Empezando porque estaba haciendo mí trabajo.

Ellos son hostiles, buscan saquear y atacar a las comunidades establecidas cerca de las antenas. Llevaba conmigo a la mitad de una sección y siete chicos más que apenas estaban comenzando a entrenarse y aun así, hicieron un trabajo excelente. Llevaba también a dos informáticos de calipso, una de ellas, la jefa de la división de defensa, la que tenía las contraseñas de control, acceso a satélite y sobre todo, la única que puede poner en marcha el protocolo de expiación.

Mi Daniela.

Estaba molesto por eso. Nunca debí sacar a Daniela de la cede, la arriesgué, a ella y a su segundo. Eso era una decisión de novatos. Aunque lo cierto es que, ahora, sabíamos exactamente cómo fue que los niños habían cruzado la noche anterior.

Supongo que nunca había sido tan consciente de que toda acción incluye sus propios riesgos.

Escuché que llamaban a la puerta, pero no me importó. Seguí bajo la regadera un poco más hasta que comenzó a dolerme la espalda. Lo único que quería en ese momento, era deshacerme de esa horrible sensación de culpa.

Cuando salí del baño, comencé a vestirme. Iba a uniformarme otra vez, era el momento justo para proyectar autoridad y una de las herramientas importantes para hacer eso, es portar el uniforme con gallardía. Me puse el uniforme negro que hacía unos días la señora Cecilia había enviado. Era ropa de buena calidad, precisamente diseñada para ser un uniforme funcional y cómodo. Tenía que ir al comedor para poder continuar con la reunión que interrumpimos a medio día. Honestamente tenía más ganas de dormir que de hablar con nadie. Pero trabajo es trabajo.

FUGAZ - La noche de las estrellas rojasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora