Capítulo 5

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Diago

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Diago

¡Vaya viajecito!

Moría de hambre y el sol de mediodía evaporando el agua que había caído durante la noche no ayudaba mucho.

Tuve que decirle a Daniela que la lluvia era negra para que no insistiera en irse. No podía dejarla salir de mi habitación enojada. ¿Qué le pasaba a esa chica? Me hizo un berrinche de niña pequeña porque quería acompañarnos a este viaje que justo ahora yo mismo deseaba abandonar.

Tuve que prometerle que nos acompañaría la próxima vez, pero debía asegurarme que la zona fuera segura.

Hasta el momento no había hostiles a la vista y el camino era ajetreado pero relativamente tranquilo, tanto, que me estaba arrullando el vaivén de la camioneta. Casi no dormí por estar distrayendo a Daniela. Primero, por el miedo que le daban los truenos, luego por el berrinche y después, por estar hablando de todo y nada.

Debo confesar que el detalle de llevarme de comer me había sorprendido. Me sentí importante y de cierto modo, no quería que se fuera. Agradecí la lluvia, mi pequeña mentira y también el momento en que ambos nos quedamos dormidos en mi cama.

Ella era sencillamente fascinante, su personalidad agria me hacía querer saber que había en su cabeza. Daniela podía ir de la completa calma a la tempestad en dos parpadeos y luego, volverse nuevamente una suave brisa.

Cuando desperté con el brazo acalambrado, no me quejé en absoluto, ella estaba profundamente dormida sobre él. Eran más o menos las cuatro de la mañana y yo tenía que salir para encontrarme con mi sección. Pero un regalo así no se obtiene todos los días y menos con ella. Me quedé un buen tiempo observándola dormir.

Sus facciones eran tan suaves que me apetencia acariciar sus mejillas con mis dedos, pero no quería despertarla. Tenía la nariz pequeña y los ojos enormes, sus pestañas reposaban en sus mejillas, largas y rizadas y su cabello caía oscuro, suelto sobre mi almohada formando ondas ligeras y brillantes. Olía a canela y la piel de su cuello brillaba por el bochorno que supongo generaba nuestra proximidad. Todo su cuerpo estaba encogido junto a mí y solo deseaba que el mío no reaccionara ante su cercanía. No quería que me volviera a odiar.

Con todo el pesar, retiré mi hombro y la vi removerse entre la cobija buscando el calor. Sus manos estaban frías pero la tapé con una manta y volví a programar la alarma a las 5:45. Escribí rápidamente una nota indicándole que al despertar debía irse a su habitación para evitar habladurías.

Me fui dejándola ahí en mi cama. Que difícil fue eso.

— Comandante Diago, estamos llegando al lindero alto y a partir de aquí debemos bajar pie a tierra. — Escuché la voz del comandante Eleazar por el radio y me espabilé para ponernos en marcha.

— ¿Y esa sonrisa? — La voz de César me terminó de traer al aquí y ahora.

— ¿No debo sonreír? ¿Es malo? — Respondí evadiendo la pregunta.

FUGAZ - La noche de las estrellas rojasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora