Regla número uno, si la temperatura empieza a descender chamarra a la mano debes tener. Sonaba a canción, pero era una realidad que olvidé. Sabía que el descuido me cobraría factura. Es decir, no lo pensé en ese momento, de haberlo hecho las cosas serían distintas, mas cuando comencé a estornudar como si hubiera sacudido la repisa con mi nariz, encontré rápido la causa. Mi sistema respiratorio es más frágil que el resto, los cambios me pegan con fuerza y debo ser cuidadoso en todo lo que implique mis pulmones.En realidad todo pudo quedar en una gripe, pero mi madre que conocía mis antecedentes, pensando que moriría, insistió que fuera el médico. Él, en lugar de darme la razón, terminó mandándome a la cama por unos días para evitar una complicación que me llevara al hospital.
Preferí seguía sus indicaciones al pie de la letras. No había algo que odiara más que las clínicas. Esos sitios me ponían ansioso, así que intentando preservar mi vida, y sin inspiración para mi discurso de despedida, cargué con un arsenal de pastillas, me encerré en mi cuarto lejos de las corriente de aire y adopté una cobija como fiel acompañante.
Al principio pensé que era una medida extrema, provocada por la paranoia, pero cuando la temperatura aumentó, empecé la escritura de mi testamento. Lila se trataba de mi única posesión, e irónicamente también de mi única heredera, por lo que terminé en cuestión de minutos. Tampoco es que mi madre le hiciera mucho caso a esa hoja papel.
El intenso dolor de cabeza me impedía dormir y la luz de la pantalla empeoraba la situación. Odiaba estar enfermo, es decir, odiaba que cualquier tontería me dejara en la cama. Si no era el sistema respiración, eran las infecciones, úlceras, llagas... Posiblemente solo estuviera viendo lo negativo de las cosas porque no me sentía bien.
Cerré los ojos dispuesto a descansar, no sabía de qué, si no había hecho nada en todo el día, pero de todos modos lo convertí en mi objetivo hasta que escuché el suave toque de una puerta. Pensé que se trataba de mamá que me preguntaría si iba preparando el café de mi funeral, pero me sorprendí al toparme con Pao aguardando en el umbral.
—Hola Emiliano —me saludó en voz baja asomándose por una rendija—. ¿Puedo pasar? —preguntó cuidadosa. Asentí aunque enseguida recordé que a causa de la oscuridad resultaría difícil lo notara.
—Sí. No pensé verte por aquí —admití, acomodándome mejor para que no me viera tirado como un muerto. Una miserable imagen viéndose ese día tan bonita como de costumbre, con su cabello suelto y un vestido hasta la rodilla que cubría con una mallas oscuras. A mí la ropa de las personas no me importaba, pero era claro que ella se esmeraba.
—¿Cómo te sientes? —preguntó angustiada.
—No te preocupes, Pao. Un simple resfriado. Hay Emiliano para rato —fingí que me sentía maravilloso, aunque por dentro quería volver a echarme. En una de esas podían freír un huevo en mi frente.
—¿Fue el paseo? —preguntó sin darle vuelta. Quise negarlo, pero Pao se adelantó—. No tienes que decírmelo. De todos modos eso no importa ahora. Lo importante es que te recuperes. Emiliano, tienes que cuidarte —me pidió. Sonreí al escucharla, sonaba sincera—, descansar bien, tomar tus medicamentos y seguir las indicaciones de tu doctor —enumeró mandona.
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El club de los rechazados
RomanceUn inesperado accidente cambió la vida de Emiliano. Abrumado por la soledad decide descargar una aplicación que jura arreglar sus líos amorosos. Funciona. La mujer que ha amado en secreto por años comienza a mostrar interés por él, una buena notici...