30|Pre-funeral

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Creo que estaba más ansiosa que Edward.

Salíamos de la casa al garaje. Edward estaba más callado de lo normal, en realidad estaba segura de que no se detendría sino lo hubiera llamado. —¿Te sentaras adelante?

Miró a la puerta del auto y luego a mí. —No, puedes sentarte si quieres.

—No, me quiero sentar contigo.

Mostró un intento de sonrisa y subió al auto, esperé unos segundos y subí. Mario encendió el auto y no pasó mucho cuando ya estábamos en la calle, salimos a unas vías libres y poco después la vista cambió y eran pocos los edificios y amplias las zonas verdes. Edward estuvo centrado todo el camino en la ventana, incluso dudaba si parpadeaba, él solo estaba por estar... Me preocupaba. 

Extendí mi brazo y di un apretón en su muñeca, él parpadeo muy seguido y me miró para intentar sonreír otra vez.

Negué. —No te estoy obligando a que me sonrías, claro, solo porque olvidé la pistola.

Su nueva sonrisa en respuesta me pareció más genuina y el por el momento me conformaría con eso. 

Pasados al menos veinte minutos el auto se detuvo frente a una clínica un poco rural, la fachada era sencilla y acogedora, incluso me sentiría sumamente cómoda sin necesidad de entar de no ser por el motivo que nos trajo aquí. Inevitablemente miré a Edward y noté que también evaluaba el lugar, con excepción de que a él no le daba esa impresión tranquila, parecía más bien congojado.

Bien dicen por ahí que la alegría de unos es la desdicha de otros...

El suspiro que soltó el Señor Mario rompió el silencio. —Debemos entrar.

Edward asintió y fue el primero en avanzar, al igual que su padre me mantuve a su paso. El interior de la clínica daba la misma sensación del exterior, las enfermeras en la recepción sonreían y sus uniformes no eran de blanco sino turquesa; la parte inferior y superior de las paredes estaban cubiertas por franjas de colores cálidos, y pese al ambientador podía percibir el olor a pastillas y adhesivos. Suspiré. Ni los estúpidos cuadros —salteados en las paredes— cambiaban los que era, una clínica... Donde pronto habría un muerto, y más de un corazón roto.

—Pediré el número de habitación —dicho eso el señor Torres se acercó a las enfemeras.

—¿Te sientes bien? —pregunté sabiendo lo inadecuado de la pregunta—, podemos sentarnos mientras tu papá se informa. —Edward no hizo ademán de responder—. Pero si te sientes cómodo estando en pie no tengo problemas, solo pregunté porque no sé si sea cómodo eso de las muletas y debes descansar las piernas, además está el golpe del otro día y—

—Esme ¿quieres entrar conmigo? —me observó fijamente.

—Ajá. —Después de tanto balbuceo apenas pude responder eso. 

Su padre volvió antes de que Edward añadiera algo, nos dirigió al pasillo y nos acompañó hasta estar frente a la habitación. 

—Solo grita y entraré.

—¿Cómo cuando tenía cinco años? —Edward entrecerró los ojos junto con una pequeña sonrisa.

—Y hasta que tengas cincuenta —al sonreír las comisuras de sus parpados se llenaron de arrugas—, bueno, espero estar vivo cuando eso.

Al instante Edward no respondió, tocó la puerta y del interior una voz femenina respondió con «Adelante». —Gracias, papá.

Y abrió la puerta. Me adelanté para sostenerla mientras él entraba, luego cerré a mis espaldas. En la habitación estaban dos jóvenes, una chica sentada en un sillón y el chico en la cama que no dudó en sonreír. 

Amor Entre las Flores ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora