-Lauren-
El maldito gato no me ha dejado en paz desde que llegamos. Duerme donde yo duermo, me sigue a todos lados, espera a que lo acaricie en todo momento. La mamá de Camila está asombrada. Dice que el animal no se deja tocar por nadie, que es huraño y testarudo. Sólo conmigo es diferente. Al cuarto día de haber llegado, me resigné a tenerlo cerca todo el tiempo.
Estoy en la sala de la casa, charlando con Mercedes, la abuela de Camila, acariciando al jodido gato.
Es veinticuatro de diciembre, y Camila y su mamá han estado metidas en la cocina todo el día. Intenté ayudar, pero ambas me sacaron a punta de amenazas, diciéndome que no iban a darme nada de comer si me atrevía a intentar ayudar con algo.
—No voy a permitir que la invitada se ensucie las manos. Anda y ve a ponerte cómoda —me dijo la mamá de Camila, empujándome fuera de la cocina.
—Acompáñame al centro comercial —dice Sebas, bajando por las escaleras.
— ¿Yo? —pregunto, incrédula.
Rueda los ojos. — ¿Quién más, estúpida?, ¡claro que tú! —dice, medio riendo.
Mascullo una palabrota en su dirección y me pongo de pie. Digo una disculpa en dirección a la abuela de Camila. El gato negro maúlla a mis espaldas, pero ni siquiera me giro para mirarlo. No voy a llevarlo a un centro comercial.
—Dame un momento —digo, subiendo las escaleras rápidamente.
Entro a la habitación de Camila, donde me he instalado; y tomo mi cartera. Reviso el contenido, sintiéndome una completa imbécil. Sinueh casi me golpea con un sartén al enterarse que yo había pagado las compras del supermercado la última vez.
Camila se molestó tanto, que dejó de hablarme un par de horas. No me han dejado aportar nada desde entonces y tengo una cartera llena de ahorros. Planeo comprarles algo para agradecer la hospitalidad.
Bajo casi corriendo, topándome con un Sebastián impaciente. — ¡Lauren y yo iremos al centro comercial! —anuncia cuando estamos casi afuera.
Trepamos al auto minutos después. Sebastián pone una vieja canción de System of a Down. Comienza a cantar a todo pulmón y no puedo evitar reír.
—No cantas una mierda, Sebastián —digo.
Él me muestra su dedo medio sin dejar de cantar. Llegamos al centro comercial quince minutos después.
— ¿Qué se supone que vamos a comprar? —digo, abriéndome paso entre la corriente de gente. Todo el mundo está haciendo compras de último minuto.
—Los regalos de mamá, la abuela y Camila —dice, haciendo una mueca—. Lo dejé para el final. Soy un imbécil.
Una sonrisa se filtra en mis labios al recordar que yo solía hacer lo mismo cuando pasaba la navidad en casa, con mi familia. — ¿Sabes qué es lo que quieres comprarles? —pregunto, mirando en dirección a las atestadas tiendas.
—A la abuela y a mamá les conseguiré un par de sudaderas de lana. A Camila… Bueno, ella es otra historia. Solemos hacernos regalos de broma y no sé qué regalarle éste año.
— ¿Regalos de broma? —mis cejas se alzan.
—Sí —dice—. El año pasado me regaló un disco de Justin Bieber sólo porque sabe que lo odio. Yo le di un par de tacones.
— ¿Camila no usa tacones?
—Ni de broma. Creo que no lo haría aunque le pagaran —rueda los ojos al cielo.