A veces, cuando las emociones me sobrepasaban y sentía que me ahogaba, me alejaba de mi propio cuerpo, de la percepción que sentía un ser humano dentro de una piel cubierta de vello y células. Lo miraba todo como si leyera un libro, mis ojos ya no me pertenecían, eran el simple mecanismo del cual, a través, observaba los entresijos de la realidad.
Ese día una de esas veces, me había despertado con un sudor molesto empapándome el cuero cabelludo y con Gabe cocinando tortitas como si estuviéramos en nuestro estándar apartamento de Boston. Parpadeé, intentando concienciarme de que había hecho una especie de tregua con ellos, que mi corazón ya había aceptado finalizar con esta niñería de enfadarse y romper cosas en la mente.
—Buenos días, culito.
No respondí de inmediato, me tomé mi tiempo para esbozar una sonrisa leve, como si la broma de siempre surtiera el mismo efecto de siempre. Después, con una lentitud que me agobió a mí misma, me metí en la ducha. Olía a rencor y calor, ninguna de estas dos sensaciones me gustaba. Con el agua sentí como si mi pesadumbre se arrastrara, se colara a través de las rendijas de la ducha y desapareciera con un gemido del desagüe.
No sabía qué ponerme, nunca había tenido una conversación pre- ruptura con mi pareja sobre una enfermedad terminal y el motivo por el que había decidido callárselo, apartándome de su lado cuando más me necesitaba. Eso era lo que más me molestaba, que él siempre estuvo ahí para mí, que me sostuvo cuando sentía que caía y me agobiaba, acalló mis improperios con sus labios y me susurró que todo estaría bien y que, si lo quería, siempre tendría su ayuda. En cambio, cuando él estuvo asomándose al borde del abismo, yo estaba en mi casa, maldiciéndole y deseando que algo malo le pasara.
—Eres horrible—, susurré al reflejo que me respondía el cristal vaporizado de mi espejo.
Tenía el pelo húmedo y largo adherido a la cara, cubriéndome así las mejillas como si fuera un rostro neutro, partido por la mitad de la incongruencia. Las ojeras formaban parte de mí desde que empecé el instituto y les había cogido cariño a pesar de que endurecían mis ojos grises. Con la toalla aferrada a mi cuerpo, me metí en la que había asignado como mi habitación. Las paredes pintadas de azul suave, con una bufanda de Princeton mal colgada con el único propósito de que se cayera junto a sus ideales y la cama pegada a un rincón, como si se necesitara mucho espacio vacío para poder respirar, dejaban bien claro que mi padre había sido su propietario.
Hacía calor, así que me puse unos pantalones cortos de chándal negros, reluciendo así la palidez de mi piel y una camiseta de manga corta ancha. En el espejo me di cuenta de que era una de las de Ethan, púrpura y con insignias doradas en el centro reflejando frases en latín que no quise traducir. Me la dejé puesta, como si fuera una ofrenda de paz, de que quería entenderle por mucho que quisiera darle de golpes en la cara. Me sequé el pelo en la ventana, rezando para que ninguna de las palomas enfurecidas neoyorquinas vertiera inmundicia sobre mí.
—Toc toc, ¿se puede?
No respondí y Camille entró, llevaba uno de los pijamas ridículos que le había prestado Ambrose y cara de cachorro.
—Ya estás dentro, ¿qué pasa? ¿Gabe ha quemado la cocina?
Una broma, una broma proyectada con una voz muy similar a la mía, pero que por alguna razón no reconocía como propia.
—No me extrañaría que lo hiciera, en fiin—, se dejó caer sobre la cama, haciendo que mis piernas rebotaran ligeramente—, ¿vas a ir a correr?
—¡YO TE PUEDO AYUDAR A CORRERTE! —gritó Gabe, asomando la cara por el umbral. Su sonrisa amplia, mostrando todos los incisivos, incluso el colmillo levemente torcido—, uuh, tienes cara de ir a cometer un asesinato, ¿quién es el desgraciado?
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Flores en el cielo
RomanceSkyler Johnson tenía dos cosas claras: la primera era que iba a entrar en Yale, costase lo que costase, y la segunda era que Corey Mines era el chico de sus sueños. ¿Qué pasaría si el mismo chico que le levantó la falda de niña discrepara sobre eso...