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Corría tan rápido que las piernas comenzaron a dolerme, pero necesitaba la sensación de fatiga en el pecho, así, seguí recorriendo distancia. Me había tirado toda la tarde encerrada en la habitación por la maldita resaca y, pese a que lo que menos me apetecía después de notar cómo me agujereaban la cabeza, había salido a correr en la fresca noche.

Esta vez no me encontré con una torrencial lluvia ni una vieja profesora que me amenazara con su garrote, simplemente estábamos la luna y yo, esta, como un círculo perfectamente hecho, refulgía con fuerzas. Una de las cosas que más me gustaban de Boston no era la cercanía con mi distrito universitario ni que los árboles reflejasen las estaciones, era el cielo en la noche. Habituada a una Seattle grisácea y llena de nubes, ver más de diez estrellas me parecía casi un milagro.

Cada vez que las contemplaba, me venía un recuerdo nítido y, al mismo tiempo, difuso por las distintas circunstancias. Me veía más pequeña, más rabiosa y, sobre todo, perdidamente enamorada, contemplando flores en un cielo opaco, como reflejo a mis encontradas emociones.

Tomé una bocanada de aire y me quité un auricular. No se oía absolutamente nada, y no había un alma en el parque. Empecé a estirar en el banco, con la atención fijada en un gato grueso y negro que me observaba desde el suelo. Si Owen hubiera estado aquí, me habría obligado a cogerlo, pero dudaba que esa pantera en miniatura necesitara un rescatador.

Al llegar a casa, Gabe y Miller estaban sentados en el sofá, cenando pizzas. Eran muy diferentes, pero ambos habían sido de los pocos que habían logrado hacerme reír con sus gilipolleces. Lucas corrió maullando hasta mis pantorrillas.

—¿Qué pasa, granujilla? —lo cogí en brazos y dejé que refregara su peluda cabecita en mi mandíbula—, si estoy sudada, hombre...—eché un vistazo a la cocina y reprimí las ganas de matarlos—, ya te pongo comida, que aquí soy la única que piensa en ti.

Mi gato maulló secundando esa afirmación. Gabe bufó con la boca llena.

—Ese gato come más que yo.

Miller arrugó un poco la nariz, mirando a la bola de pelo pelirroja que se refregaba contra mi cuello. Ese animal era raro de narices, adoraba el sudor y siempre se pegaba a mí cuando venía de correr.

—Quien fuera Lucas...—ignoré el comentario del moreno y me metí en la cocina. Después de servirle el pienso, me dejé caer en el único sillón.

—¿Son todas de queso? —puse cara de asco, enfurruñada al ver que, efectivamente, las dos malditas pizzas eran cuatro quesos—, ¿qué tenéis? ¿Cinco añitos?

—Al menos mi favorita no es la barbacoa...—señalé ceñuda a Miller, quien sonrió de lado—, como si tuviera cinco años.

—¡Es sabrosa!

—Querrás decir... ¡asquerosa!

—Tú sí que eres asqueroso, niño rata.

Gabe nos observaba en silencio, masticando con tranquilidad su comida.

—¿Niño rata? Madre mía, Skype, que tienes veinte años.

—¡S-K-Y-L-E-R! ¡ES SKYLER! —Miller enarcó una ceja al verme tan cerca. No me había dado cuenta de haberme inclinado tanto hasta que tuve su nariz prácticamente pegada a la mía. Me eché hacia atrás al instante, molesta—, ¿por qué sigues aquí? Hay algo llamado hostal, ¿sabes?

—Ya, pero aquí no pago habitación—y me guiñó un ojo el muy idiota. Apreté los puños, y me crucé de brazos. El estómago me rugió de hambre y Gabe dio un respingo.

—Si tienes hambre...aquí hay fiambre—se señaló ahí abajo. —¡ERA BROMA, ERA BROMA! —no le escuché, seguí dándole con el cojín y todas mis fuerzas hasta que me cansé de asesinarlo a plumazos. Mi amigo respiraba con dificultad y Miller simplemente nos miraba divertido.

Flores en el cieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora