Epílogo

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Un poco antes al desenlace.

Ethan no creía los resultados de aquello, no escuchaba las palabras de sus padres ni la de los médicos, él solo podía pensar en un par de ojos grises como el mismo cielo que en esos momentos se remontaba encima de sus cabezas. No podía dejar de pensar en la dulzura escondida tras su ironía y su rabia, en todo lo que ella le había brindado durante esos meses de incertidumbre.

Pero ahora ya había una respuesta sobre la mesa del escritorio, una historia que debía ser escrita sin su protagonista preferida. Le ardieron los dedos mientras escribía en aquella rasgada hoja de papel, la tinta negra casi se le corrió un par de veces, difuminándose con las gotas de lluvia que resbalaban por sus espléndidas mejillas.

Cuando terminó de redactar la carta, echó un vistazo al gato pelirrojo que dormitaba en su cama. Pegó el sello en el sobre ya cerrado y, en un paseo breve al anochecer, metió la carta en el buzón de los Johnson.

Su corazón latió al galope cuando la vio a pesar de la distancia. Se había dejado las cortinas descorridas y tenía la luz de la habitación encendida.

¿Estaría estudiando? Aunque estuvieran de vacaciones, la conocía demasiado bien. No podía quedarse quieta, su mente iba a toda velocidad.

Y, aun así, nunca se dio cuenta, nunca pese a las señales que apuntaban a ese trágico final.

Odió sus ojeras, odió su cansancio, odió tener que desprenderse de su mata densa de cabello y, sobre todas las cosas, odió la promesa que en ese despacho con olor a gel desinfectante había pronunciado.

A Ethan Miller esa noche tan solo lo acompañaron un par de flores en el cielo hasta su casa, él, en lo más hondo de su alma, deseó tardar mucho en convertirse en una de ellas.

A la mañana siguiente, Clyde Johnson recibió el sobre y, perplejo por la sorpresa, no dudó en leerla sentado en su coche.

No nací egoísta, nunca me había considerado una persona que antepusiera su felicidad a la del resto, pero con el tiempo, la vida me dijo lo equivocado que estaba, porque resulta que sí lo era, si no lo hubiera sido, en estos momentos ninguno de nosotros dos estaría aquí.

Cuando me diagnosticaron leucemia mielógena aguda, en lo primero que pensé fue en que me iba a morir y en lo poco preparado que estaba. La enfermedad no era corriente, era mucho más volátil y peligrosa que un cáncer, así como había gente que se curaba con el tratamiento y nunca recaía, otra perecía a los meses.

Era una bomba sin fecha de explosión, pero con una cuenta atrás que me repiqueteaba en las sienes cada vez que cambiaba de día.

El año pasado estuve ingresado en un hospital de California, nada de reformatorios ni actuaciones. Fue la primera vez que superé la enfermedad, había sido un pronóstico esperanzador, con unos meses de quimioterapia mi sistema había eliminado las células cancerígenas.

Me dijeron que hiciera vida normal, que volviera al instituto y retomara mis sueños e ilusiones, que me tendrían controlado. Que los cinco años siguientes serían clave.

Nunca llegaron a tanto.

Entonces, al poco de volver, los análisis comenzaron a alterarse. Los médicos no se alarmaron, podía ser sencillamente que mi cuerpo seguía recuperándose.

Egoísta de mí, hice una lista de cosas que quería hacer antes de morir, por si acaso, por si aquella vez volvía con mayor fuerza aquello que me apresaba.

 La principal cosa que necesitaba completar, fue la de estar con el amor de mi infancia que, casualmente, era su hija.

Y cuando la vi después de tantos años... mi corazón casi estalló de la felicidad. Así, mientras mi médula ósea batallaba con la enfermedad a escondidas de todos nosotros, yo batallaba con las murallas que cubrían el corazón de su hija. Mi amor fue casi instantáneo, y mi egoísmo me cegó.

Quise ser su todo, quise creer que como en las películas románticas, cualquier cosa podría superarse con el amor.

Por eso estamos aquí, por un adolescente que cayó de nuevo en la enfermedad que lo atemorizaba, por un adolescente que buscó la inspiración en su musa de cabellos rizados y del color de la panocha, inconsciente del daño que podría acarrearle a la joven.

Me enamoré de su tormenta, de su sonrisa pícara y de la determinación que enfrentaba sus venas cada día. Me enamoré con cada ápice de mi cuerpo de su hija, Clyde, durante unos meses no había nada más en mi mundo que pudiera opacar la sonrisa de ella.

Sus ojos, su voz... todo de ella.

Entonces llegó la dichosa batalla bajo el agua, y la neumonía no tardó en debilitar mi cuerpo. Vi el pánico en sus grisáceos ojos antes de que mis padres la echaran del hospital, y vi ese mismo pavor en los de mi madre cuando me comunicaron que había vuelto. Lenta y pausadamente, pero que había regresado.

Creía que sería capaz de llevarlo a escondidas, ya lo había hecho una vez, ¿qué diferencia habría? Mucha.

Demasiada.

¿Sabes por qué mi madre se quedó embarazada teniéndome a mí ya criado? Por un tratamiento experimental con células madre en Alemania, el precio del tratamiento era costoso, pero nada que no pudiéramos permitirnos. Yo no quería irme, no podía.

Me raparon el pelo, se me caía demasiado con la medicación. Empecé a perder peso, culpa de todo lo que me quemaba en mi interior.

Y, aun así, cada vez que la veía sonreír veía un motivo por el cual no rendirme.

O al menos, así fue hasta que me dijeron que me iba a morir.

Entonces supe, que por muy egoísta que hubiera sido, no podía llevármela conmigo. Por eso estamos aquí, Clyde.

Necesito que comprendas mis motivos para romperle el corazón a tu hija y que cuides de nuestro gato, porque sé que ella me esperaría y no querría alejarse de mí. Tú sabes con la misma certeza que tu hija, bajo su furia desmesurada, tiene un corazón delicado y un alma tan bondadosa que no dudaría en seguir mis pasos. En agarrarme la mano cada tarde en el hospital y besarme los resecos labios.

Yo no quiero eso para ella, por lo que, por primera vez desde que me enamoré, no actuaré con egoísmo.

Voy a irme a Alemania con mis padres a probar ese tratamiento, voy a irme de la vida de Sky para que ella sane y pueda seguir la suya sin mí. Quiero que aprenda a estar sin mí de nuevo, por si de verdad tuviera que hacerlo.

Por si no ganara esta vez.

Espero que me entiendas, Clyde. Te pido que, por favor, quemes esta carta en cuanto la leas y nunca le cuentes nada a Sky, al menos no a no ser que yo lo haya superado.

Que haya vencido.

Gracias.

Clyde secó dos lágrimas silenciosas que gotearon hasta su barbilla y sacó el mechero que siempre llevaba en el coche, con una calma casi lastimera, quemó la carta en el parque al que siempre había ido con sus hijos cuando eran pequeños. Las cenizas, con el aire invernal, volaron en direcciones desparejas.

No hubo momento para la rabia ante la injusticia, no hubo nada más que el silencio de aquel que sabe cómo esa historia acaba. Y así, las semanas pasaron con su hija llorando por un corazón destrozado.

Y así, él consciente de que podría apaciguar su dolor, no lo hizo, porque aquello habría supuesto provocarle uno mayor. Uno que, ni con el tiempo que conlleva aquella vida, sanaría.

FIN

Flores en el cieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora