Capítulo 2.

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—Se equivocan—Retrocedo unos pasos—Yo no tengo familia, fui dejada en los campamentos de la ECT cuando era una bebé, vayan a buscar a la que ustedes dicen es su hija en otro lado y a mí déjenme en paz.

—¡Madura!—La mujer se acerca a mí y no puedo negar que nos parecemos, las dos tenemos los labios rosados y llenos. Sus ojos son grises, mucho más oscuros que los míos y su cabello es cobrizo, aunque se ve claramente pintado—No tenemos tiempo para esta mierda. ¡Al sótano!

Dos escoltas altos se me ponen detrás con sus manos adelante y yo sé que no tengo más opción que seguir a las personas.

Bajamos por unas escaleras modernas e impecables, de vidrio. El olor es a oxido y un detergente que huele a jarabe y no logra ser tan fuerte porque no tapa el de la sangre.

Cuando tocamos el último piso, subo la cabeza para inspeccionar todo un poco y darme cuenta de que todo es blanco, como un hospital. El alcohol se siente por todo el lugar y es una habitación pequeña donde solo hay una mesa de madera y un hombre de no más de treinta atado y ni se queja.

—¿Quién es?—Pregunto y el hombre más viejo me mira por primera vez. Tiene el cabello negro azabache como yo, solo que el de él se puede llegar a confundir con castaño oscuro y no es tan carbon como el mío. Tiene una cortada desde su ceja hasta el pómulo y es recta.

—El idiota de tu hermano. Ni siquiera te diré su nombre, no lo recuerdo porque no lo vale, nos ha detestado desde siempre y si está ahí es porque lo merece.

"Un señor de treinta y un años quiere testificar en contra de los Sculla Kaya, dice saber donde están todas sus propiedades" recuerdo las palabras que nos dijeron ese día en la sala de reuniones y como después el hombre se dejó entrevistar sin exigir un cambiador de voz, él solo quería que los atraparan.

—No lo has preguntado, pero me presento. Lorenzo Di Crescenzo—Creo entrar en una extraña hipnosis cuando clava sus ojos en los míos.

Sus irises son verdes  y le hacen contraste a su piel dorada y cabello castaño que lleva corto. No me sorprende sentir mi piel caliente y sé muy bien que me sonrojé, es algo común en mí.

—¿Tú que pintas aquí?—Sus apellidos no coinciden, aunque creo recordar que...

—Soy tu primo, hijo de Federico y Graziella, ex jefes de la mafia siciliana.

—¿Y qué pasó con ellos?—Sé que hace mucho nos enseñaron un árbol genealógico inmenso de cada familia perteneciente a las grandes mafias, pero mi cabeza no está precisamente ubicada ahorita.

—Los asesinamos —La que dice ser mi mamá, pero es solamente una mujer que tiene un largo expediente en fatídicas torturas, me responde.

—¿Asesinaste a tus cuñados?

—No te confundas, asesiné a mi hermana y a mi cuñado.

—¿Y para qué?—Yo no pude haber salido de una cuerda de asesinos, yo soy mejor que esto.

—¿Para qué más?—Plutarco me observa—¡Poder! ¡Por lo que lucha todo el mundo! ¡Po-der!—Se sienta en la silla continúa al que se dice es mi hermano—Todos los seres humanos somos acciones en base a conseguir lo que deseamos y es esa meta, el poder, lo que ansiamos. Desde pequeños sabíamos que mi hijo era un inútil, podía ser el primogénito pero no servía para una merda. Solo pintaba y pintaba, le ponías una pistola en las manos y se hacía pipí. ¡Pipí!—El susodicho le tira miradas de odio, pero él sigue con su cuento—Federico y Graziella me daban igual, entonces les fuimos a hacer una visita y el plato principal fueron diez balazos a cada uno. Así nos quedamos con el pequeño Lorenzo que criamos para que estuviera dándote una mano cuando tú llegaras a nuestras vidas.

SIGILIO SCULLADonde viven las historias. Descúbrelo ahora