Capítulo Ocho

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''EL DESCANSO ES ALGO BUENO PARA LOS MUERTOS''

Me levanto a media noche, sudorosa. El viento aporrea mi ventana de vez en cuando y sacude los árboles de la calle que pierden las pocas hojas que aún les quedan. Camino por el pasillo a oscuras hasta, con una mano por delante de mí, no sé muy bien si por miedo o por precaución. El reloj del horno marca las tres de la mañana. Bebo sorbitos pequeños de agua sentada en la silla, con las piernas recogidas. He tenido una pesadilla, pero no recuerdo con claridad lo que ha pasado. En ella aparecía mi abuelo. Vuelvo a llenarme el vaso de agua y, aunque luego me arrepentiré de haber bebido tanto líquido, pego un sorbo largo y prolongado. Es curioso, pero aunque por aquel entonces yo tan sólo tenía ocho años, me acuerdo perfectamente de su aspecto, de su voz, de sus gestos al hablar, de sus miradas. Aún le recuerdo en la camilla del hospital el último día que fui a verle, antes de que aquel tumor de su cabeza le forzara a pasar al otro lado antes de tiempo, la última despedida de esta vida. Recuerdo la última conversación que tuvimos y recuerdo, aunque yo era pequeña, que ya era consciente de lo que le pasaba y de lo que me pasaba a mí. Que sabía que un adiós en ese momento quizá significara un adiós para siempre, porque a por mí no vendría la muerte, sólo a por él y a por el resto de seres queridos, seres mortales. Que una vez que cruzara no volveríamos a encontrarnos nunca más, daba igual lo que dijera ninguna de las religiones, pues yo era una excepción. Yo era la excepción. Al verle tumbado en la camilla de sábanas blancas, con todos esos tubos conectados a su cuerpo, con la cabeza inclinada hacia la derecha y los ojos cerrados me asusté. Corrí a su lado y le agarré la mano, entonces abrió los ojos y me sonrió.

-Hola, cielo.

Acaricié sus manos viejas y llenas de recuerdos, de vida, y me senté en la silla de al lado, con las piernas colgando. Mi abuelo se recolocó como pudo y giró un poco más la cabeza. Se mantuvo en silencio observándome unos segundos, y yo no dije nada.

-Es increíble lo que te pareces a tu abuela.

Sonreí y mantuve su mano bajo la mía. Tomó una pausa y echó los ojos al cielo.

-¿Sabes? Esta noche he soñado con ella.-dijo en un tono cariñoso-Entraba en casa, con su abrigo marrón largo, guapísima, como siempre, con el pelo recogido en un moño y los rizos colgando sobre su frente. Con los zapatos que le regaló tu madre por su último cumpleaños.

Yo le escuchaba atenta, sin soltar su mano. No recuerdo con claridad a mi abuela, murió cuando yo apenas tenía dos años. Mi abuelo siempre me hablaba de ella, a la mínima oportunidad que encontraba. Me contaba que era la mejor cocinera que nunca se haya visto, que cuando hacía bizcochos y pasteles apenas llegaban a enfriarse porque toda la familia se los había comido ya. Me contaba que su risa era contagiosa, de esas que con tan solo oírlas te sacan una sonrisa. Me contaba que la encantaban las puestas de sol, los días de lluvia y las tormentas. Los zapatos de tacón, los caramelos de miel y pasear por las noches. Me enseñaba fotos siempre que podía, de cuando apenas sabía gatear, de cuando hizo la comunión, de su decimoctavo cumpleaños. De lo bien que le sentaba el vestido de novia y lo bonito que tenía el pelo antes de cortárselo, largo y claro, color avellana, como el mío. Y yo me reía del pelo de mi abuelo y de las gafas gruesas de pasta que se le ocurrió ponerse para aquel día. Me enseñaba los trofeos de sus competiciones de baloncesto, me contaba lo mucho que la gustaba recoger conchas en la playa, las fiestas y el frío, y lo rápido que se ponía enferma a causa de él. Siempre soñé con llegar a cocinar con ella, con poder oír su risa, con pasear con ella las noches de verano, con llegar a conocerla de verdad y no a través de las historias de mi abuelo. Con llegar a verla en carne y hueso y no en papel. Con poder abrazarla y sentir su olor. Pero eso, como decía antes, era del todo imposible. Mi abuelo carraspeó.

-Entraba en casa y yo la esperaba sentado en la cocina. Ella se acercaba con los brazos abiertos y me abrazaba. Aún puedo oler su colonia y acariciar su pelo, sentirla bajo mis brazos otra vez. Se apartaba y de pronto ya no quedaba nada. Desaparecía y me dejaba solo, aquí solo.

VALENTINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora