Capítulo Diecisiete

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''ES CURIOSO CÓMO LA MUERTE PUEDE TRANSFORMAR AL MÁS ODIADO EN EL MÁS QUERIDO''

Pasan minutos, podría atreverme a decir que incluso horas, y yo sigo con la mirada fija en el cartón de pizza del suelo. Ya está frío, pero aún pueden verse las manchas de grasa. Ha sido un día demasiado intenso, y acostumbrada a mi misma mierda de siempre, no puedo parar de dar vueltas a todo. Estoy cansada, cansada y un poco harta, pero no puedo negar que la visita de Nico ha calmado bastante mis nervios. De alguna manera la necesitaba, me ha servido como... como salvavidas. Me incorporo en la cama y me tumbo boca abajo, con la cabeza en la almohada. Permanezco así minutos, sin aguantar la respiración, intentando morir de nuevo. Como si no lo hubiera intentado ya veces, pero como siempre, no funciona. Quizá no un salvavidas tan potente, pero de alguna forma un salvavidas. Fuera ya es bien entrada la noche, y yo sigo sin poder conciliar el sueño. De uno en uno todos los sucesos del día aparecen en escenas aleatorias en mi cabeza, cambiando con un fundido o una cortinilla de estrellas. Mis padres, por ejemplo. Están extraños desde hace un par de semanas, y tratándose de ellos, es raro. Muy raro. Mi padre no grita, no se pone histérico, no pega portazos. La reacción de hoy ha sido completamente inusual. Y eso es lo que más me inquieta. Mi madre no intenta entrometerse en mi vida, hace días que no pasa por casa al mediodía, no habla, no se viste como siempre; pilla lo primero que encuentra y sale a la calle tal cual. Como yo. No lo entiendo, no entiendo que pasa, tan solo sé que todo esto no es sano. No, no lo es. Y en cualquier momento esta montaña de mentiras se desmoronará, y esta familia, que realmente es de todo menos eso, quedará desnuda y al descubierto. Todos nuestros secretos al descubierto. Todos.

Pero realmente todo esto no me importa. Mis padres no me importan, y su vida menos. Hasta la mía carece de importancia.

Sonrío agriamente ante la estupidez que acabo de pensar. No quiero seguir dándole vueltas a todo, pero soy incapaz de no hacerlo. Las chicas en el recreo. La conversación de esta misma mañana. ¿Qué significa todo esto, que por tener ya dieciséis años de edad debería haberme acostado con alguien? Por dios, hace apenas dos meses tuve mi primer beso, con el mismo chico con el que estoy ahora mismo, por cierto. Casi dos meses... casi dos ya. Mierda, Tina, para. Piensas demasiado en Nico. El hecho de que estés enamorada, creo, no justifica nada. Y digo creo, porque no sé qué es estar enamorado. Si, desde luego, enamorarse conlleva acabar en una relación como la de mis padres, no quiero enamorarme nunca. No. No estás enamorada. Puedes dejar de pensar en él cuando quieras. Está todo bajo control. Pero ese no es el caso. No debería estar avergonzada por ser así de tardía, pero lo estoy. Y mucho. Y cuánto más tiempo pase peor será, y lo que debería hacer sería quitármelo cuanto antes de encima.

Porque sí, porque pertenecer a nuestra generación implica avergonzarse de no haber perdido la virginidad a los dieciséis.

Mi móvil vibra en la mesilla, despego la cara de la almohada y lo alcanzo. Tan solo es un aviso de que le queda el catorce por ciento de batería. Alcanzo también el cargador y lo enchufo, y una vez incorporada, paseo la vista por la habitación entera, iluminada por la lamparita de noche. No quiero pensar más por favor, solo pido eso. Me fijo en cada aspecto, cada mueble y cada objeto, cualquier cosa con tal de distraerme y no tener que seguir dándole vueltas a mi vida, en general. Los apuntes de literatura, que no he sido capaz de estudiarme esta tarde, permanecen intactos sobre la mesa, junto con un montón de bolígrafos, hojas en sucio, el flexo, monedas, el portátil y las llaves de casa. Al lado el armario empotrado con puertas de espejos, que ahora que me fijo, están repletos de marcas de dedos. Una cama con una colcha de rayas azules, de todos los tonos azules conocidos, donde estoy yo sentada, con mi pijama corto gris. Aunque aún no haga tiempo de llevar pijama corto. Una estantería, repleta de libros, de cuadernos gastados, de historias, aventuras, bocetos, recuerdos. Sonrío al recordar los dedos de Nico acariciando todos esos lomos, unas horas antes. Tan cerca de descubrirme. Tan cerca de saber un poco más. Por suerte, el cuaderno más importante, el negro, sigue escondido en el último cajón de mi mesa. El cuaderno de mis muertes, de mis metas, de mis razones por las que seguir viviendo. Ni siquiera tres me parecen suficientes. Me pongo de pie en la cama y alcanzo la novela azul marino de quinientas treinta y siete páginas que hace unas horas el chico cambió de orden en la estantería. El libro, nuestro libro. Abro por la página marcada, mi favorita, la trescientos noventa y dos, y leo en voz baja, hacia mis adentros, volviendo otra vez al primer momento que lo leí, en la sala de castigo, bajo la mirada atenta de un chico de ojos verdes.

VALENTINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora