Capítulo Dieciséis

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''VIVE RÁPIDO, MUERE JOVEN Y DEJA UN BONITO CADÁVER''

Acabo de trenzarme el pelo y me lo ato con una goma negra, que destaca frente a mis rizos claros. En la casa sólo se oyen cubiertos del desayuno y la televisión del salón, con Doraemon de fondo y mi hermano frente a ella, atontado, como cada mañana de la semana. Busco mi mirada en el reflejo del espejo, y me concentro en esta durante segundos. Piel clara, ojos oscuros y apagados, pelo estropeado y enmarañado, pómulos marcados, sonrisa triste y unas ojeras enormes son básicamente la definición de mi rostro. Absurdo, feo, muerto, vacío. Me mojo la cara una vez más en el grifo y vuelvo a mirarme en el espejo, esperando de algún modo que mi aspecto haya cambiado, aunque sea lo más mínimo, pero sigo exactamente igual. No hay remedio, no hay forma de mejorar aquello.

Paseo por las calles de la ciudad tranquilamente, sin prisa alguna, a pesar de no ir sobrada de tiempo. La primavera empieza a asomar por la provincia, y poco a poco, se van notando las subidas de temperatura. A mí no me afecta lo más mínimo el tiempo, pero al menos ahora no tengo que llevar abrigo y seguir fingiendo delante de la gente con comentarios estúpidos sobre el frío que hace. Cosa que se agradece. Una pareja pasa a mi lado vestidos con chándales complementados, a juego, auriculares en las orejas y trote continuo. Apenas se miran ni conversan, y la chica va algo por detrás del chico. Me parece una imagen triste, aunque no tanto como la imagen que doy yo por la calle. Observo a la pareja hasta que desaparece girando la esquina. Me meto las manos en los bolsillos y bajo la mirada. Las canciones en mis auriculares pasan despacio, como si el mundo se parara a mi alrededor. Como si todo fuera a cámara lenta. Tras sonar los primeros acordes de <<Nothing left to say>>, de Imagine Dragons, empiezo a notar como si todo a mi alrededor diera vueltas, como si flotara en el aire. Como si pudiera respirar.

There's nothing left to say now oh oh

There's nothing left to say now oh oh

I'm giving up, giving up he he

Giving up now

I'm giving up, giving up he he

Giving up now

En un segundo noto el suelo bajo mi espalda, y un sonido seco en medio de la acera gris. Todo me da vueltas, y poco a poco, voy perdiendo el sentido, el conocimiento, lo que sea. Quizá esté llegando mi hora. Quizá no tenga que esperar a la muerte, sino que es ella la que ha venido a buscarme. Llévame. Llévame lejos. Al país de nunca jamás, como decía Óscar. O a Alaska, como decía Nico. Lejos, donde nadie pueda hacerme daño nunca más. Lejos. Lejos. Lejos.

Un hombre se ha parado en la calle a ayudarme, y me sacude la cabeza y da palmadas en mis mejillas, pero no me apetece abrir los ojos. No me apetece despertar. Quiero seguir allí tumbada, en el suelo frío, sin hacer nada, sin respirar. Quiero renunciar. Oigo palabras alrededor, y noto como más desconocidos se van parando a mi alrededor, y observan confusos la escena. El hombre posa los dedos bajo mi mandíbula, y es en ese momento, en el momento en el que me doy cuenta de que me está buscando el pulso, cuando reacciono y me levanto de golpe. Se me nubla la vista y me tambaleo hacia atrás, hacia delante, hacia un lado y hacia el otro, pero dos o tres personas me sujetan.

-¿Estás bien?

-Sí, sí, perfectamente.

-Acabas de desmayarte, ¿seguro que te encuentras bien?

-Sí, de verdad. Habrá sido un bajón de azúcar.

O el hecho de que estoy muerta. O que no recuerdo la última vez que comí. O que dormí. O que bebí. Una mujer algo mayor, que aún anda sujeta a mi brazo, saca de su bolso un bollo de chocolate y me lo tiende. Rechazo el bollo lo más amablemente que puedo, pero la mujer insiste hasta el triunfo, y finalmente acabo despidiéndome de ese grupo casual de personas tan amables, a quienes sigo oyendo decir que debería visitar la consulta del médico, y retomo mi camino con el bollo de chocolate en la mano. Una rubia despampanante pasa a mi lado y me da un codazo, empujándome hacia la derecha. Me recoloco el tirante de la mochila y me giro hacia la mujer, que ni siquiera se ha inmutado, y camina a paso ligero con su falda entallada de oficina y sus tacones negros de doce centímetros. Subo el volumen de la música y me coloco mis auriculares. Procuro no pensar en nada, pues cuantos menos pensamientos se me crucen por la cabeza sobre la vida, en general, mejor. Cruzo el paso de peatones y, dos calles más allá, estoy frente al portón gris del instituto. Justo cuando voy a pasar el conserje cierra la puerta, pero consigo colar un pie en la rendija y frenarle. El hombre me mira sin mostrar una muestra alguna de lástima, molestia, o perdón; impasible, y ni siquiera me abre la puerta del todo. Me cuelo por la rendija que ha dejado y me termino el bollo de chocolate, subiendo deprisa las escaleras, en el momento en el que suena el timbre de primera hora. Tres zancadas más allá la clase acaba de comenzar.

VALENTINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora