Capítulo Veintinueve

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''SI NADA NOS SALVA DE LA MUERTE, AL MENOS QUE EL AMOR NOS SALVE DE LA VIDA''

Mi talón golpea el suelo como con vida propia, intentando seguir el ritmo del nerviosismo que corre por mis venas desde hace ya varias horas. La cabeza aún me da vueltas, y el corazón me golpea el pecho a destiempo. Esto último es mentira, pero así me siento ahora mismo. Como en el limbo. Como muerta y viva a la vez. Porque muerta estarlo lo estoy, pero a la vez siento todo tan presente... Demasiado. Siento todo demasiado real. Como si un solo paso en falso en aquella cuerda floja me condenara a caer en el abismo infinito. Un solo paso que yo no puedo dar.

Después del accidente y de que se llevaran a Óscar en una camilla frente a mis ojos, entré en un estado de nerviosismo del que aún estoy tratando de salir, más de doce horas después. Tuve un ataque de ansiedad que no estuvo lejos del pánico más absoluto. No respondía a mis impulsos. Un par de médicos me agarraron de los brazos, más por frenar mis múltiples aspavientos y balbuceos a voz de grito que por realmente curarme. Estaba loca. Loca, herida, confusa y perdida. No sé de dónde saqué la fuerza sobrehumana para liberarme de esos dos pares de brazos que me amarraban las muñecas y me conducían hasta otra ambulancia y salir corriendo de allí. No sabía adónde ir. No sabía qué hacer. No sabía cómo comportarme. No sabía nada. Deambulé por las calles bajo la mirada atónita de desconocidos hasta que mis piernas no dieron para más. No me di cuenta hasta horas después, en el reflejo de un escaparate de una juguetería, de que yo también había sufrido consecuencias del accidente. No graves, como las de mi hermano, o las de mi padre, o las del otro conductor, pero al fin y al cabo consecuencias. Tenía el pómulo derecho hinchado y cortes y raspones por brazos y codos. Mi chaqueta vaquera, no sé por qué, estaba entera salpicada de sangre. Ni siquiera estaba segura de que fuera la mía. Manchurrones y gotones por mis pantalones rotos, y una mancha granate en un codo. Fue una mala idea ponerme pendientes ese día, porque aún no sé cómo, pero uno de ellos había profundizado en el lóbulo de la oreja hasta quedarse atascado, y todo él se me había inflamado de una manera descomunal. Decidí que lo mejor era volver a casa y meterme bajo la ducha, ya que seguir caminando sin rumbo no iba a llevarme a ningún lado, y eso hice. Por suerte esa mañana, aunque me puse pendientes, también se me ocurrió coger las llaves, y gracias a ello no tuve que deambular más rato por calles en las que con mi aspecto convertirse en el centro de atención era más sencillo de lo que debería. Creo que pasé más de dos horas bajo el chorro de agua helada. Estaba tan atontada por todo lo que había pasado que no me di cuenta. Primero me metí con ropa porque solo pensar en quitármela me dolía. El agua limpió toda la sangre seca de mi cuerpo, desinfecto los cortes y arañazos y bajó la hinchazón de mi pómulo. Podría confesar que me sentía afortunada por haber salido ilesa, pero sería absurdo en mi situación. Recuerdo para los despistados que sigo siendo Valentina, la de siempre. El cadáver andante. Haber salido pagada de otra manera solo hubiera sido un renglón más en mi cuaderno negro. Ni siquiera estaba triste, o afectada, o enfadada. Lo peor de toda aquella situación es que no estaba nada. No tenía ninguna sensación en el cuerpo. No sentía nada. Era como recibir una noticia neutra sobre una persona que no conoces. Ni siquiera había empatía hacia una misma. Nada. Absolutamente nada. Y ni el hecho de no sentir nada me hacía sentir algo. Solamente me planté en aquella ducha, de pie, y dejé que el agua me limpiara entera. Sin moverme. Sin esforzarme. Sin respirar. Sin vivir. Estuve así mucho rato, y hasta que no dejé de sentir los dedos de los pies por la temperatura del agua (muchos, muchos, muchos minutos después) no decidí salir de la ducha. Estaba ausente, perdida, y así permanecí horas y horas. Me saqué el pendiente con forma de estrella del lóbulo y me tapé con una tirita la hemorragia, que pronto se tiñó de rojo. Me coloqué un par de puntos adhesivos en el pómulo derecho y un parche en el codo, y me vestí con la primera sudadera que encontré. Ni siquiera combinaba con las zapatillas, pero no me importo poco, sino menos que eso. Me recogí el pelo aún mojado en una coleta corta y mal hecha y me metí otra vez las llaves en el bolsillo trasero del pantalón. Ni siquiera me molesté en mirar mi teléfono, ni las mil llamadas perdidas de Nico que vería después. Solo podía pensar en mi hermano. Solo podía pensar en mi hermano sin pulso, con sangre por la cara y la cabeza echada hacia delante. Solamente todo aquello, que ya me parece suficiente, ocupaba mi pensamiento entero.

VALENTINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora