Prólogo

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—Seguro no te acuerdas de mi, pero te conozco desde que eras una chiquilla.

Dulce le regaló la sonrisa más sincera que pudo al hombre mayor que estaba frente a ella. Era la milésima vez que escuchaba aquella frase y sabía perfectamente lo que venía ahora: un abrazo y al separarse, el hombre la tomaría de las manos para darle el pésame, luego comenzaría a hablar maravillas de Hilda Saviñon.

Tampoco se quejaba, su abuela había sido la mujer más cariñosa y amable que había pisado esta tierra, por lo que no era de extrañar que el día de su funeral, una gran cantidad de personas hayan ido a darle un último adiós. Varios, incluso, habían viajado desde su natal Puebla hasta la Ciudad de México para hacerlo.

—Dulce.

Escuchó una fina voz a su espalda, cuando ya casi no quedaba nadie alrededor de la sepultura de Hilda. Se volteó y se sorprendió de sobremanera al ver a la mujer que ahí estaba.

—¡Annie! —dijo con sorpresa y emoción en la voz, pues hace tres años que no veía a su gran amiga. Solo atinó a abrazarla con fuerza. 

—En cuanto nos enteramos de lo que pasó, nos montamos en el auto para venir hasta acá —dijo Anahí cuando se separaron. Solo entonces Dulce se dio cuenta de que a su lado y tomado de la mano de la rubia, estaba Poncho, el eterno novio de su amiga.

—Lamento mucho tu perdida, Dul —dijo el moreno, para luego hacerse paso y abrazarla—. Hilda era una viejita adorable.

—Lo era —afirmó Dulce con nostalgia.

—¿Tú cómo estás? —preguntó la rubia, acariciandole el brazo.

—Bien —afirmó segura—. La abuela se fue tal y como quería, durmiendo después de ver su programa favorito —rió, aunque no pudo evitar que una lágrima se escapara de sus ojos.

—¿Un ataque? —preguntó Poncho y Dulce asintió con la cabeza.

—Si, pero el doctor me aseguró que no había sufrido lo más mínimo. Me gusta pensar que, aburrida de todos, decidió desconectarse de esta tierra —sonrió melancólica y sus amigos lo hicieron también.

—Mi amor —interrumpió Pablo, llegando a su lado—. Ya no queda nadie, es mejor que nos vayamos. Tengo hambre, sueño y comienza a refrescar.

Dulce alzó la vista hasta Pablo Lyle, su novio desde hace 6 meses. Luego volvió a ver a sus amigos con una disculpa en los ojos, pues sabía lo imprudente y mal educado que el hombre había sido en su intervención.

—Pablo, te presento a Anahí y Poncho, los conocí cuando viví en Puebla con mi abuela. Chicos, él es Pablo, mi novio.

—Ah, hola —saludó Pablo con desinterés, luego estrechó la mano de Poncho y de Anahí—. Entonces ustedes deben conocer al tal Christopher.

—Pablo, por favor —pidió Dulce, reprendiendolo con la voz.

—¿Qué? —preguntó inocente, luego la abrazó por la cintura, encajando su rostro en la curva del cuello de la chica—. ¿Acaso no puedo preguntar por tu ex-marido?

—No solo lo conocemos, sino que es nuestro amigo —aclaró Poncho con firmeza y una sonrisa fingidamente amable para Pablo, luego desvió su vista a la pelirroja—. Ambos lo son.

Dulce se aclaró la garganta, incómoda por el tema de conversación y, repentinamente, también por el contacto de las manos de Pablo sobre su cuerpo. Con movimientos disimulados se apartó un poco de su novio y trató de sonreírle a sus amigos.

—Agradezco mucho que hayan venido, chicos. Significa mucho para mi —retorció sus manos nerviosa—. La verdad es que no los esperaba, pero si quieren podemos ir a mi departamento y comer algo.

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