Primero: Lectura y Condiciones

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El reloj que descansaba en su muñeca izquierda marcaba las cuatro en punto cuando la secretaria del abogado Alcántara la invitó a pasar a la sala de reuniones, donde se llevaría a cabo la lectura del testamento de su abuela. Pablo estaba a su lado, pues había insistido férreamente en acompañarla, sin dejarle otra alternativa.

Su novio se sentó  en una de las mullidas sillas de cuero negras que descansaban alrededor de la gran mesa ovalada al centro de la habitación, mientras que Dulce se mantuvo de pie, inquieta ante el desconocimiento de lo que estaba por venir.

Minutos después entró Patricia Robledo, la directora de la casa de reposo donde su abuela había decidido voluntariamente ingresar cuando cumplió setenta y cinco años, pese a ser una mujer bastante funcional y tener un considerable grupo de amigas. <<Los viejitos tenemos que estar donde hay más viejitos>> le había dicho Hilda a su nieta, cuando le contó sobre su decisión. Y pese a que ella se negó a ello, ofreciéndole vivir juntas, la anciana se mantuvo firme en su decisión. Dulce solo pudo lograr que fuera a una casa de reposo que estuviera en la Ciudad de México, para así poder visitarla seguido.

Saludaba a Patricia cuando la puerta volvió a abrirse, para dar paso a Antonio y Gerardo Saviñon, sus tíos, quienes venían acompañados de sus respectivas esposas. Ambas mujeres tomaron asiento, al igual como había hecho Pablo, no si antes darle a la pelirroja un saludo a la distancia, mientras que los hombres esperaron a un costado a que Patricia dejara de hablar para acercarse a ella. 

Los dos la abrazaron con falso afecto y Dulce sintió náuseas ante su hipocresía. No solo con ella, sino también con la memoria de su propia madre, pues no recordaba cuándo había sido la última vez que los había visto, obviamente no se habían presentado al funeral y ahora estaban aquí, tratando de sacar provecho de la herencia de Hilda.

A las cuatro con diez minutos, el licenciado Alcántara hizo su aparición con una carpeta entre sus manos. Saludó con respetuosa formalidad y todos tomaron asiento.

Dulce alcanzó a ver cómo Alcántara tomaba aire para comenzar la reunión, cuando el sonido de la puerta lo interrumpió. Al igual que el abogado y todos los presentes, la pelirroja alzó la vista hacia la puerta y enorme fue su sorpresa al ver al hombre que por ella entró.

—Disculpen el retraso —dijo Christopher con una sonrisa. Luego avanzó hasta el otro extremo de la mesa, donde habían menos personas.

Vestido con unos jeans gastados, camiseta azul y una chamarra negra, Christopher se sentó como si fuera dueño de la oficina, poniéndose cómodo, estirando un brazo sobre el respaldo de una de las sillas vacías junto a él.

Dulce lo vio como si fuera un espejismo, incrédula ante su presencia. Sin poder evitarlo, lo estudió con cuidado. Su ex-esposo había perdido peso desde la última vez que lo vio, pero a través de la ropa podía apreciar que sus músculos estaban más trabajados que en aquella época. Se había dejado crecer un poco más el pelo, logrando que sobre su cabeza se formarán unas ondas rebeldes color castaño claro, también se había dejado crecer un poco la barba por el contorno del rostro, dándole un aspecto desenfadado y sexy. A sus treinta años, el maldito estaba aún más guapo de lo que ya era hace tres años atrás, se lamentó.

Aún no podía entender qué demonios hacía él ahí. Cuando firmó el divorcio, creyó dejarle muy claro que no quería volver a verlo en su vida, pero ahí estaba, con ese garbo tan característico y esa sonrisa de niño travieso que la había derretido la primera vez que lo vio.

Christopher desvió la vista hacia ella, seguramente porque sintió que lo observaba y sus miradas se cruzaron, logrando que la pelirroja se pusiera particularmente nerviosa, de una forma que hace tiempo no sentía, pues solo él sabía cómo mirarla para alterar sus sentidos de esa manera.

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