Doceavo: Mírame

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Se levantó arrastrando los pies y se dirigió al baño para tomar un ducha. Ahí, bajo el tibio torrente de agua, volvió a llorar al recordar la noche anterior y la imagen de Christopher y Maite besándose, luego de que él le dijera que la quería, como no quería a otra. Apoyó ambas manos en la fría baldosa y bajó la cabeza, dejando que el chorro de agua le golpeara la nuca, mientras los sollozos sacudían su cuerpo.

Luego de un rato, se envolvió en su mullido albornoz, se desmaquilló y se secó el pelo. Después volvió hasta su habitación, se puso un viejo pijama que encontró en el que fue su closet antes de mudarse con Christopher y volvió a cobijarse bajo las sábanas.

Cerró los ojos esperando poder dormir, pues solo eso la desconectaba del dolor, pero minutos más tarde sintió a alguien entrar y sentarse a los pies de la cama. No tuvo que que sacar la cabeza para saber quién era, pues el perfume Paloma Picasso de su abuela era inconfundible.

—Sé que estás despierta, Dul —dijo la anciana, poniendo una mano sobre las piernas de su nieta, pero ella no se movió, ni respondió nada. Entonces suspiró—. Si hay algo que he intentado inculcarte desde que estás conmigo, es que debes enfrentar lo que te atemoriza. Esconder la cabeza no hará que el problema se solucione.

—Nada me atemoriza y no tengo nada que solucionar—dijo Dulce.

—¿Ah no? Entonces, siéntate y cuéntame como una mujer adulta por qué estás así.

La pelirroja refunfuñó y sacó los brazos con brusquedad para apartar las cobijas, luego se sentó, apoyando la espalda en el respaldo de la cama.

—Christopher me engañó con Maite. Fin de la historia. Ahora, por favor, déjame llorar y consumirme en mi pena un rato —dijo poniendo sus manos sobre su rostro.

—A ver, a ver —mencionó la abuela, tomando las manos de Dulce entre las suyas para verla a los ojos—. ¿Estás segura de lo que dices?

—Por supuesto que estoy segura, yo los vi con mis propios ojos, nadie me lo contó.

Dulce suspiró, sabiendo que tendría que darle más detalles a su abuela, o de lo contrario haría las preguntas que hicieran falta para saber lo que quería. Así que le contó todo lo que había ocurrido la noche anterior, desde que llegaron a la casa de Christian hasta que Poncho y Anahí la sacaron de ahí.

Hilda la escuchó atentamente y cuando su nieta terminó el relato, prácticamente ahogada en su propio llanto, se levantó para ir hasta el closet y sacar unas cuantas prendas, las cuales dejó sobre la cama.

—Levántate —le ordenó—. Tienes que ir a hablar con Christopher.

—Abuela, ¿no escuchaste lo que acabo de contarte? —preguntó Dulce exasperada—. Me engañó, me vio la cara de idiota con su supuesta mejor amiga.

—Como idiota vas a quedar si no resuelves esto y te aseguras de saber todo lo que pasó anoche. Y ese todo incluye la versión de Christopher.

—No necesito la versión de nadie más que la mía.

—Que terca eres, mijita, por Dios —dijo Hilda negando con la cabeza, impresionada con la tozudez de su nieta.

—¡Yo los vi besarse! ¡Escuché a Christopher decirle que la quería!

—No, viste a la tal Maite arrojarse a los brazos de tu esposo y escuchaste parte de una conversación que no tienes idea de qué iba —se sentó nuevamente en la cama—. ¡Ni siquiera defendiste lo que es tuyo, niña!

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