Tomados de la mano, Dulce y Christopher ingresaron a la oficina y la pelirroja apenas podía creer que parecía solo ayer que había estado en ese mismo lugar. Con Pablo, de quien no había tenido más noticias desde que él tuvo la pelea con Christopher en la casa de la abuela; sus tíos, quienes como cucarachas aparecieron solo para recibir su dinero y luego se marcharon a la oscuridad donde solían esconderse y la señora Robledo, dueña del hogar de ancianos donde Hilda Saviñon había pasado sus últimos días.
Recordó entonces cuando Christopher había llegado, que cuando lo vio, solo pudo pensar que era el ser más despreciable que existía y que no quería estar ni un minuto a su lado, aun cuando su corazón bombeaba fuerte por él en su pecho. Luego la condición que había puesto su abuela.
Definitivamente ese había sido el peor día de su vida.
Sonrió sin darse cuenta de que lo hacía.
—¿De qué te ríes? —preguntó Christopher, abrazándola por la cintura mientras se contagiaba con su bonita sonrisa.
—Nada —se encogió de hombros—. Solo me acordé de cuando nos vimos hace tres meses y lo mucho que me enojó verte aquí.
Christopher levantó las cejas en un gesto divertido.
—Me acuerdo. Te veías hermosa ese día —le susurró al oído con voz sensual y sintió como Dulce se estremecía entre sus brazos. La besó en la mejilla, para luego verla de nuevo a los ojos.
—Tu no estabas mal —dijo sonrojada, muy cerca de sus labios, solo para besarlo después.
Y como cada vez que estaban juntos, se olvidaron del mundo en ese beso. Dulce le acariciaba los pequeños rizos que a él se le formaban en la nuca, mientras Christopher la estrechaba más contra su cuerpo y le acariciaba la espalda.
No podían evitarlo, pues el amor que sentían el uno por el otro era tanto, que cada demostración de afecto se subía hasta las nubes sin control.
Perdieron el suelo y el espacio. Y solo pudieron recobrarlo cuando sintieron el carraspeo del señor Alcantara, quien acababa de entrar a su despacho.
—Buenas tardes —saludó el abogado, quien traía entre las manos un par de carpetas empastadas.
Ambos le estrecharon la mano y los tres tomaron asiento alrededor del imponente escritorio.
—Muy bien, vamos a ver —dijo Alcántara.
El licenciado abrió una de las carpetas, que contenía el registro de asistencia del juzgado de Puebla. En él debía estar la firma de cada uno por cada día que estuvieron allá, pues así demostrarían que residieron el tiempo que estipulaba el testamento, más la declaración de algunos testigos, que ya habían sido interrogados.
Revisó un par de documentos más y finalmente bajó los papeles para mirar a la pareja con una sonrisa.
—Todo parece indicar que cumplieron con los términos y condiciones que estipulaba el testamento de la señora Saviñon. Así que ahora, solo queda firmar unos papeles y usted, señorita Espinoza, podrá heredar todos los bienes que su abuela le dejó antes de fallecer —miró a Christopher—. Igualmente usted, señor Uckermann.
Les entregó a cada uno dos documentos legales, en los que estipulaba la aceptación de los bienes que recibirían, y dos plumas para que firmaran al final de cada hoja.
Dulce jamás pensó estar tan nerviosa al firmar algo semejante, pues había esperado muchísimo por esto. La empresa de su familia era algo muy importante para ella, algo para lo que se había formado prácticamente toda la vida y poder recibirla por fin la llenaba de emoción. También representaba el término de un ciclo, una etapa que había sido tan difícil como hermosa, pues después de todos las penas, rabias y malos entendidos, había tenido el final feliz que siempre había soñado con el amor de su vida. O al menos todo lo feliz que se podía.
ESTÁS LEYENDO
El Testamento
FanfictionDulce María Espinoza estaba segura de que su abuela había perdido un tornillo antes de morir, pues no había otra explicación a lo que estipulaba su testamento. Le había contado a la anciana todo lo que había vivido con el excesivamente guapo y muje...