Dieciocho: Tiempo a solas

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Christopher la vio remover la comida que estaba en su plato por octava vez en lo que llevaban cenando. Desde que Dulce llegó de la oficina esa tarde, la percibió extraña, apagada, como si algo le pesara en el corazón y a la vez le nublara la mente. Y cuando había intentado indagar sobre aquel pesar, ella había insistido en que todo estaba bien, que probablemente era el cansancio por los problemas del trabajo y que no se preocupara. Pero cómo podía no preocuparse, si la tristeza que veía en sus ojos era tan grande y evidente, que se le partía el alma con solo verla.

—Dul —la llamó con suavidad y ella solo levantó la vista de su plato para verlo. Aprovechando la cercanía que le daba la pequeña mesa de la cocina, extendió su brazo hasta alcanzar la mano de ella—. Por favor, dime qué te pasa.

Dulce se apartó de su contacto, intentando no ser demasiado brusca.

—Ya te dije que no me pasa nada, Christopher.

Él soltó el aire con resignación y se reclinó en la silla, apoyando uno de sus brazos en el respaldo de madera del asiento vacío a su lado.

—Si no me lo quieres contar, está bien, pero no me mientas.

—¡No te estoy mintiendo! —bramó Dulce, molesta—. Tuve un día muy pesado en la oficina, hay muchos incendios que apagar y no puedo tomar ninguna decisión porque aún no termina de cumplirse el plazo del maldito testamento que dejó mi abuela. Luego, quiero llegar a mi casa, estar tranquila y tú lo único que haces es atosigarme con preguntas.

Se levantó sin esperar a que Christopher respondiera. Con un movimiento demasiado impetuoso tomó su plato de la mesa, logrando que al voltearse para llevarlo al fregadero, este se le resbalara de las manos y se rompiera en pedazos al estrellarse contra el suelo estruendosamente.

Por una fracción de segundos se quedó impávida ante lo que recién había ocurrido, luego comenzó a llorar sin ser capaz de retener más la pena que la había estado consumiendo desde que había dejado la clínica esa tarde. Cubrió su rostro con las manos, mientras sentía a Christopher pararse a su espalda. La tomó del brazo y la giró, para luego envolver su frágil cuerpo sacudido por los sollozos en un reconfortante abrazo.

Se aferró a él por la cintura, escondiendo su rostro en el pecho del hombre que amaba y con quien nunca podría formar una familia de verdad. Aquel pensamiento inevitable, y que había estado rondándole la cabeza gran parte del día, la hizo sentir peor y aún más culpable por aquello que él esperaba de ella y que nunca le podría dar.

Por esa razón se apartó de repente, dejándolo aún más aturdido de lo que ya estaba con su actitud.

Dulce se hincó, con la intención de coger los trozos de loza regados por el suelo de la cocina, pero antes de que pudiera tener el primero entre sus temblorosas manos, Christopher se agachó también y se lo impidió.

—Déjalo, Dul.

—No, tengo que limpiarlo —dijo ella, sin dejar de llorar.

—¡Dulce! —le gritó esta vez, con firmeza. La cogió por los brazos y se levantó junto con ella—. Basta de actuar así, por Dios.

Sin darle oportunidad a decir nada, o a resistirse, Christopher la tomó de la mano y la guió hasta la sala. Se sentó en el cómodo sofá de brocato y logró que Dulce se sentara en su regazo. Luego, con sus brazos la rodeó y la atrajo hacia su pecho, para que ahí pudiera desahogarse tranquila.

Con paciencia la escuchó sollozar en la curva de su cuello, mientras le acariciaba el largo cabello rojo para tranquilizarla. Le dolía el corazón verla tan triste, pero sabía que ella tenía que descargar todo eso que tenía dentro para poder hablar, pues de lo contrario, solo trataría de esconder su dolor, como había estado intentando durante la cena.

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