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ASHLEY

Muerte.

Palabra tabú, ¿verdad? 

No es algo de lo que le guste hablar a la gente. Hay personas que cambian de tema, o te intentan convencer de que ellos no van a pasar por eso. Yo antes era de esas personas. A ver, sabía que me iba a morir, como todo el mundo, no era tonta. Pero jamás me había parado a pensar que pasaría si alguien cercano a mí falleciera. Nunca en mi vida se me había muerto ni un mísero hámster. Todos mis abuelos vivían, aunque a los paternos apenas los veía.  A mis otros abuelos los veía raramente alguna otra vez más que en Navidad, ya que su relación con mi madre no era precisamente la mejor. Se dedicaban a viajar por el mundo porque según ellos, esa era la fórmula para mantenerse joven.

El caso es que la muerte apareció en mi vida aquel 30 de enero. Hacía cinco meses. Lo malo es que no me llevó a mi. Se llevó a la persona más importante de mi vida, mi padre.
Mi madre nunca fue la madre ideal, tampoco la mujer idea, pero mi padre supo ver lo bueno en ella, antes y después de que se divorciaran. Mi padre fue ese mejor amigo que nunca tuve, el que me enseñó todo tipo de deportes, aunque yo no fuera buena en casi ninguno. El que estuvo allí en cada llanto, risa, y recuerdo que conservo. Teníamos un vínculo especial, y no digo que no quiera a mi madre, pero las dos notábamos su ausencia a nuestra manera. Al fin y al cabo ahora sólo nos teníamos la una a la otra. 

Yo estaba hecha una mierda. Tampoco tenía una vida maravillosa, pero tras su muerte, todo empeoró.

 Me pasaba las veinticuatro horas del día sin ganas de hacer nada, y como consecuencia, aparté a todos mis amigos de mi lado. Aunque muchos se fueron por voluntad propia. Perdí la esencia, la vitalidad, y las ganas de vivir. Ojalá cuando se muriera un familiar te dieran una guía sobre cómo superarlo y seguir adelante. Pero la verdad es que no la hay, simplemente tienes que aprender a vivir con ello, porque el dolor siempre va a estar ahí.

Me gustaría volver a empezar, superarlo, pero no podía. Estaba demasiado reciente, aunque, honestamente, no sabía si algún día el dolor que sentía al recordarle, y la forma en la que nos dejó, desaparecería.

 No era la misma. No después de lo que pasó. Estaba rota, lo sabía. Y ni todos los profesionales a los que me llevaba mi madre desde el accidente iban a poder curarme. Ni ellos ni nadie.
Por eso no entendía por qué mi madre estaba tan empeñada en mudarnos ahora. 

Bueno, técnicamente, ella se mudaba. Mi madre trabajaba de profesora, y le habían ofrecido un trabajo en un instituto de California, que según ella, no podía rechazar. Realmente la veía ilusionada con el viaje. A su parecer, sería un nuevo comienzo, para sanar y poco a poco volver a ser nosotras mismas. Había comprado una casa cerca de la playa, aunque bastante modesta, donde pasaría al menos, los próximos años. Yo, por el momento, sólo iba a estar ese verano, hasta septiembre. 

Sólo un verano. Era lo que me repetía para no morir del asco antes de que empezara la universidad y mi nueva vida. Una vida sin mi padre, una vida que aún no había asimilado. 

La universidad. Asusta, ¿eh? A mi también. Desde pequeña quería estudiar psicología, y ese era el plan.
Me habían aceptado en Berkeley, California, pero también en la NYU. Dos grandes facultades que esperaban grandes cosas de mí. Y yo estaba cagada de miedo. Sólo por todo lo que me pasó en el último curso, aún tenía la posibilidad de elegir universidad, pero no por mucho más tiempo. Antes, habría rechazado Berkeley sin dudarlo, pero ahora, con mi madre viviendo tan cerca, no lo tenía tan claro.

Pero luego estaba Nueva York. El sueño de mi padre. También el mío. Los últimos semestres mis notas cayeron en picado, y a punto estuve de repetir. Gracias a Dios que me lo convalidaron y me pude graduar. En ese momento me asustaba demasiado todo lo que iba a pasar a partir de ahora.
Iba a ser el primer verano que no me lo pasaba de viaje con mi padre. Le echaba tanto de menos. 

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