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ASHLEY 

Sarah, Peter y Austin me venían a recoger en media hora y aún no había acabado la maleta. Es que sí, como ya os imaginaréis, todavía no había comprado ropa en el mes que llevaba allí.

A ver, Sarah me había llevado de compras un par de días, pero sentía que todas esas prendas floripondias veraniegas no eran de mi estilo. Aún así, muy a mi pesar, me había obligado a llevarme un vestido que ella eligió, porque supuestamente me hacía muy buena figura.

Yo no me veía así, pero en el fondo sabía que saldríamos a algún lado por la noche y no podría ir en sudadera.

Ya me gustaría. Yo viviría en un invierno constante.

El caso es que aún no sabía cómo demonios había aceptado yo ir un fin de semana a Los Ángeles a una competición de surf y a vivir la vida como una ricachona. Una parte de mi, la asocial, miedosa, e introvertida, confiaba en que mi madre no me dejara ir y así tener una excusa. Pero no, aquí, en el mundo al revés, mi madre no había puesto ninguna pega en que fuera al viaje.

-¡Claro! No sabes cuánto me alegra oír eso, pásatelo genial y haz alguna locura, pero no muchas. Y llámame en cuanto llegues.- había sido su respuesta.

Últimamente mi relación con Austin estaba pasando por un muy buen momento. Nos divertíamos, él me tiraba al agua o alguna cosa de las suyas, y estábamos a gusto. Sin besos. Como amigos. Eso era lo correcto, ¿no? No íbamos a ser otra cosa, aunque ninguna célula de mi cuerpo podía negar que me atraía.

Me atraía demasiado. Y tenía que contenerme para no ponerme roja, o para no caerme al suelo cuando me flaqueaban las rodillas en el momento que sus ojos verdes se encontraban con los míos. Odiaba que me pasara eso. Lo odiaba. Siempre había tenido total control sobre mi cuerpo, incluso con Ed nunca me pasaba eso. Supongo que fue una de las razones por las que lo nuestro no funcionó.

Pero con Austin...mis hormonas salían disparadas como las de una adolescente de quince años. Y yo aún tenía diecisiete, así que lo asociaba a la edad del pavo.

El sonido del claxon de un descapotable azul me sacó de mis ensoñaciones.

Siempre estás en la luna, hija mía.

Miré por la ventana. ¿Ya estaban aquí? Dios mío, si que llegaban con antelación. Metí lo que me quedaba como pude, y me calcé rapidísimo mis Converse negras que ya contaban con cuatro años de uso, y estaban para el arrastre. Me detuve un segundo frente el espejo de mi habitación. No era yo gran cosa para ir a Los Ángeles, pero qué se le iba a hacer. Era el cuerpo que Diosito me había dado.

Me despedí de mi madre, la cual me apretujó entre sus brazos como si no me fuera a ver más, y me llenó de besos seguidos de frases cariñosas.

¿Quién era esa y qué había hecho con mi madre?

Salí y me monté en el coche. Era un coche que ni en un millón de años yo me hubiera podido permitir. Supuse que sería de Austin o Sarah. En principio, cuando me sacara el carnet, iba a heredar uno que mi padre y yo construimos cuando yo tenía diez años, pero viendo ese, no pude evitar sentirme ridícula. Además, después del accidente, no quería oír hablar de coches en toda mi vida. Sarah iba en el asiento de copiloto, como una estrella de cine famosa, con gafas de sol oscuras y un pañuelo en la cabeza.

Esta mujer siempre iba divina.

Austin iba de conductor, tan atractivo como de costumbre. Él era de esas personas que aunque fueran con un disfraz de Peppa Pig seguiría pareciendo un modelo de Calvin Klein. Peter iba en el asiento contiguo al mío, con unas bermudas vaqueras con una cadena, y una camiseta oscura de tirantes. También llevaba gafas de sol oscuras, y cuando se las quitó para mirarme, creía que me mataría con esa mirada profunda e intimidante. Debo reconocer que Peter también era realmente atractivo.

INEFABLEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora