PRÓLOGO

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PRÓLOGO

Los muertos no cuentan cuentos

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Los muertos no cuentan cuentos. El amor dura para siempre. Los sueños no se cumplen. Los fantasmas no existen.

Tres mentiras que habían quedado grabadas en la mente de Josephine, o Jo, como le gustaba que la llamasen todos. Jo Turner.

Su madre y padre la habían educado correctamente, como se debía en la ajetreada sociedad del siglo XIX. Jo siempre había sido una niña problemática, comparada simultáneamente y con dolor en el alma con su hermana Elizabeth. Había crecido gran parte de su vida con complejos señoriales, con mentiras que taladraban sus sesos.

Pero ahora todo había cambiado, desde que había cumplido sus recientes dieciséis años. Elizabeth seguía siendo un problema, al igual que las arduas y bruscas comparaciones entre las personalidades de las hermanas Turner. Pero ahora Jo no lloraba. Jo prefería sentirse halagada al saber que, aunque se esforzara, nunca sería igual que su hermana. Comprendía que eran diferentes, que Elizabeth había nacido para algo mucho más grande que ella misma. Que era una señorita con modales y con clase. Jo, en cambio, había comprendido a sus cortos años que sus metas no eran iguales. No mientras siguiera viendo fantasmas, soñando y fingiendo que creía en el amor.

Sus pasos resonaban en la losa de mármol del salón de baile. Si hubiese alguien en los alrededores del jardín, bien podría observar la sombra de aquella desastrosa chica agitarse entre el pesado cortinaje escarlata a través de las ventanas. Sus cabellos danzaban ensombrecidos. Si hubiese alguien observando la escena, seguramente también habría visto a su acompañante. Un chico alto y esbelto, con un pesado abrigo que le tapaba el cuerpo. Si hubiese alguien que presenciara aquello, era muy posible que no lograra ver al joven. No amenos que su visión fuera como la de Jo, capaz de traspasar los mundos entre los vivos y los muertos.

Giraba y giraba. Era una bailarina experta. Sus faldas se agitaban a su alrededor y el chico le sostenía la mano. Si hubiese alguien observando, como ya he dicho, hubiese sentido su corazón encogerse de cariño al ver la sonrisa de los jóvenes al mirarse.

—¿No crees que es suficiente?—preguntó el joven. Sus mejillas estaban enrojecidas, sus cabellos negros alborotados por la ligera brisa que los envolvía en medio de aquella danza. Jo se detuvo de golpe, terminando el baile entre los brazos del joven.

—Suficiente será cuando me sangren los pies.

—Si estuviese vivo mis pies ya estarían sangrando. —aseguró el chico, sonriente. A veces, cuando el joven sonreía, Jo recordaba esas viejas pinturas de personas fallecidas. De ojos cerrados y monedas incrustadas en las cuencas. Se había acostumbrado, a su presencia y a su extraña belleza gélida.

—Es una suerte que estés muerto, en tal caso. —Jo sonrió. Sabía sobremanera que al joven no le gustaba que hablara sobre eso.

—Una amiga verdadera no se alegraría por la pérdida de su acompañante de baile.

LOS MUERTOS NO CUENTAN CUENTOS ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora