El amor entre vivos y muertos es meramente imposible, pues los muertos no cuentan cuentos, y los vivos no saben de amores.
Jo y Oliver son almas inseparables. Pero siempre estará aquella barrera. Jo es de carne y hueso, Oliver es un fantasma que vag...
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Nunca hubiese imaginado que sus dedos lo acariciarían mucho más allá de la muerte. Nunca, en los últimos dieciséis años, hubiese pensado tomar entre sus manos el cadáver del joven al que amaba.
Cuando su hermana Elizabeth, siendo aun demasiado pequeñas, le preguntaba como imaginaba a su hombre perfecto...jamás hubiese descrito tal escena.
Con el charco de luz de luna rodeando a ambas jóvenes, Minerva hurgaba dentro de la caja pequeña de madera. Jo ni siquiera tenía la suficiente fuerza de buscar, solo pasaba las manos sobre los antiguos huesos que comenzaban ya a pulverizarse entre sus dedos.
Sin embargo, Minerva sí que estaba enfrascada en la tarea, tratando de ser lo más respetuosa que podía para con el cadáver.
-Es demasiado pequeño-susurró Jo sin pensarlo. Creía que estaba hablando para consigo misma, pero Minerva la miró un momento. Sus celestes ojos fueron flechados con la luz nocturna de una vieja luna que flotaba sobre su desgracia.
Jo ni siquiera podía apartar los ojos.
Pensaba en Oliver.
En los miles de gusanos y artimañas que despedazaron el pequeño cuerpo de quien en algún momento fue Oliver.
Mientras sostenía sus huesos entre los dedos, se sintió pequeña, insegura e insignificante.
Si Oliver estaba ahí, entre sus manos, bajo la luz de las mortíferas estrellas...¿Entonces quién era el Oliver que había besado sus labios? ¿Quién era el Oliver que la había abrazado miles de noches donde las pesadillas se abrían festín dentro de la cabeza de Jo? ¿Quién era el Oliver que le había confesado su amor hacia algunas noches? ¿Quién, sobre todo, era el Oliver que había derramado sus lágrimas sobre las mejillas de Josephine Turner?
-No creo que después de morir siga creciendo nadie, Turner-susurró Minerva con una mueca de tristeza y comprensión. Era como si la joven frente a ella estuviese al tanto de lo que sucedía...como si la comprendiera.
Jo contuvo el aliento. Sentía que si dejaba salir el aire que quemaba sus pulmones se echaría a llorar, y no se lo permitiría nunca.
-Es injusto-Jo de nuevo abrió la boca. Mientras Minerva revoloteaba dentro del ataúd, Jo rebuscaba en su mente. En sus recuerdos. Pensó en las miles de cosas que sucederían después: ella misma moriría, ella misma no sería más que polvo y olvido.
Como lo era Oliver.
Oliver moriría cuando cada persona que lo recordara muriera a su vez.
Oliver sería como todas esas almas vagabundas que gritaban pidiendo ayuda dentro de su cabeza.
Y sintió miedo.
Miedo de pensar no solo en perder a Oliver, sino en que él mismo se perdiera de sí mismo.
-Es injusto que haya muerto...así-continuó Jo, mirando a Minerva. La joven se detuvo. Por entre la penumbra, Jo encontró los dedos de la joven sosteniendo algo. Temblaba.
Era un sobre oscurecido y corroído por el tiempo. Los ojos de Minerva, ocultos bajo un par de mechones dorados, encontraron los de Jo.
Josephine Turner se abalanzó y le arrebató el sobre como si su vida dependiera de ello.
-Jo, no...no creo que sea buena idea...
Pero Jo ya estaba abriendo el sobre. En el exterior, unas letras ya ennegrecidas y húmedas flotaban con simpleza:
Gilderoy Beaufort.
Jo sintió su cuerpo tensarse. Ese nombre...casi lo había olvidado. Miró a minerva y en los ojos de la chica había un extraño fuego aplacado...pero en los de Jo...las llamas comenzaban a desatarse.
Había pasado los últimos meses haciéndose creer a ella misma que no investigaría nada sobre Oliver, que le daría miedo descubrir algo, pero ahí, bajo el manto de la oscuridad, con el sobre de Gilderoy entre los dedos, sintió que no había tiempo que perder. Que lo que aquellas letras le dirían era más importante que cualquier otra cosa que su corazón podría sentir.
Así que entre lágrimas, leyó la carta.
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