EPILOGO: LOS MUERTOS NO CUENTAN CUENTOS.

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EPILOGO: LOS MUERTOS NO CUENTAN CUENTOS.

Los Potter no habían presentado cargos, no estaban en posición de hacerlo

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Los Potter no habían presentado cargos, no estaban en posición de hacerlo. Estaban todos, tanto los Turner como los Potter, sumidos en el secreto al que se ataron desde la muerte de Oliver. En el núcleo de la propia muerte, que se burlaba de todos ellos.

Así que Jason Potter pasó a la historia como el violador que había preferido el suicidio antes que la justicia.

Y Minerva, la joven de rizos dorados, se había mantenido muy cerca de la vida de Jo, ya fuera por el arrepentimiento o porque de verdad la consideraba una amiga. Pasaron muchos años la una junto a la otra, apoyándose y haciéndole frente a la injusticia de sus separadas vidas.

Había noches en que Jo no dormía: el recuerdo de Jason tocándola era suficiente para hacerla correr a vomitar. Sin embargo, no había remordimiento alguno por haberle volado los sesos: había defendido su propio honor como se debía en la sociedad donde vivía.

Si bien era cierto que Jo era una mujer, no veía mal que defendiera su propio valor con sus propias manos.

Los años habían pasado como un manto de intensos colores.

Habían abrazado a Jo con cálidas manos y la habían hecho feliz. O medianamente feliz.

La joven había cumplido su propósito. No había desposado a ningún hombre, sin embargo, nunca había estado sola.

Josephine Potter había formado una familia. Una familia fuera de lo común en el ajetreado mundo del siglo XIX.

Había adoptado a un par de niñas, sus nombres eran Doroty y Cyn.

Las había educado no como se debía, sino como se llegaba a la felicidad. Eran un par de Jo y Elizabeth corriendo entre los pasillos de la mansión Turner, que había sido heredada a la hermana mayor de las Turner al morir sus padres hacía unas décadas.

Jo había permanecido junto a su hermana cuando a esta le fue imposible contraer matrimonio debido a su problema: Elizabeth era incapaz de tener descendencia.

Fue por eso que ambas hermanas Turner cuidaron a las niñas lo mejor que pudieron.

Y había veces, cuando Jo estaba dormida, que lo escuchaba.

Pues Oliver nunca se había marchado. Después de aquella despedida bajo las escaleras, en la escena de muerte del joven, Jo lo había encontrado.

Después de la muerte de Jason, Jo había encontrado a Oliver en el armario de su antigua habitación: la habitación que le había pertenecido cuando era pequeña. Lo había encontrado sollozando, cubierto por sangre.

Jo se había derrumbado y lo había envuelto entre sus brazos.

-Estás aquí, cariño. Y eso es lo que importa.

Oliver había negado con la cabeza con tanto dolor que hirió el corazón de Jo.

-No permitiré que me veas así.

Y así habían pasado años enteros, encontrándose de vez en cuando. Y cada que lo veía, Jo sentía una punzada de pena: Oliver se estaba perdiendo. La vida que Jo le había regalado se había evaporado. Solo había muerte en sus ojos, muerte y amor. Porque Oliver seguía amándola.

No dejaría de amarla hasta el fin de sus días.

Y eso lo había llevado a su propio purgatorio, pues amar a Josephine Potter significaba vagar por la eternidad.

Y de vez en cuando, escuchaba el ligero rozar de sus pies sobre el suelo de madera. Escuchaba fugazmente su respiración, caminando alrededor suyo. Pero habían pasado años desde que había dejado de ver a Oliver.

El joven se había fundido con la casa, con las paredes.

Se había convertido en el alma vagabunda que reinaba en la oscuridad.

Jo sonreía cuando escuchaba el susurro de su voz contra el oído. Jo sonreía demasiadas veces.

Hasta que un día Doroty y Cyn llegaron con la noticia de que habían visto a un chico. Un chico de negros cabellos y ojos verdosos. Un chico cubierto en sangre con una sonrisa triste y fugaz en los labios.

Jo había corrido por las escaleras, con sus pesados años arañándole las piernas y los huesos, y lo había encontrado ahí, echo un ovillo bajo el barandal del primer piso, en la sala principal.

Jo se había dejado caer, sus faldas negras de luto aporreando el brillante suelo.

Pero Oliver no la reconoció. No la volvería a reconocer en los cientos de años más tarde.

Jo lo había envuelto entre sus brazos, cubriéndose de sangre escarlata.

Y entonces, Oliver le había susurrado algo al oído. Jo no comprendió, pues su voz se había convertido en un balbuceo en algún periodo de tiempo.

Pero no fue necesario comprenderlo.

Oliver le había tendido un libro.

Un diario enmohecido y cubierto por sangre seca. Jo lo había tomado entre sus manos y Oliver se había marchado.

Esa fue la última vez que lo vio. La última vez que lo tuvo entre sus brazos.

Casi pudo sentir una fantasmal lagrima acariciar su rosto imperturbable por los años.

Jo había pasado las noches siguientes hojeando el diario, con el corazón en una mano y los recuerdos en la otra. Con la garganta echa un nudo, al fin pudo terminarlo.

Las personas no creen en leyendas, no creen en algo que no pueden ver o besar. Pero mi Jo siempre fue distinta, Jo creía en el amor aun sin la necesidad de envolverse con él.

Y como comencé esta historia, enredado en el terror de que mi Josephine me olvidara para siempre, los muertos no cuentan cuentos.

Que mentira más grande.

Que mentira más grande

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LOS MUERTOS NO CUENTAN CUENTOS ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora