El amor entre vivos y muertos es meramente imposible, pues los muertos no cuentan cuentos, y los vivos no saben de amores.
Jo y Oliver son almas inseparables. Pero siempre estará aquella barrera. Jo es de carne y hueso, Oliver es un fantasma que vag...
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Pocas veces se utilizaba el carruaje de la familia Turner, solo cuando era meramente esencial. Esa noche lo era, según Lilian, quien apuró a Jo hasta las puertas del carromato. La metió dentro, de golpe, empujando el pomposo vestido dentro. A pesar de que era muy mal visto que una mujer acudiera sola a un baile, Jo iba sola, sin acompañante varón. Entendía por qué era de aquella manera. Su madre le había dicho que Jace quería verla sola, no toleraría verla bailar con algún otro hombre.
Jo lanzaba maldiciones indignas de una señorita mientras su madre cerraba la puerta.
—Recuerda lo que te he dicho. Modales, señorita. Causa una buena impresión y no te separes de Jace.
Jo le lanzó una mirada cargada de odio y cerró la puerta del carromato de golpe, dejando a su madre con las palabras flotando en el aire de otoño. El cochero emprendió la marcha y Jo se acomodó en el asiento. Su pomposo vestido ocupaba todo el espacio dentro del lugar. En aquellos momentos, donde se sentía terriblemente sola y abandonada, deseaba con todas sus fuerzas tener a Oliver junto a ella. Pero era imposible. Oliver no podía salir de casa. Jamás. Se lo había aclarado alguna noche lejana, cuando Jo quería salir al jardín.
Oliver solo la había mirado por la ventana, con nostalgia y cariño. Jo cerró los ojos, imaginando que Oliver estaba ahí, con ella, en el mismo carromato y en la misma situación.
Confieso que Jo había pasado miles de noches imaginando que Oliver era real. Que Oliver nunca había muerto. Imaginaba que eran amigos y que acudían a bailes, que sus rostros salían en los periódicos, que encabezaban las gacetas como los mejores amigos. Como los mejores bailarines de la época. Sonrió con tristeza. No sabía qué había sucedido con Oliver para terminar en aquel lugar, pero quería averiguarlo.
Oliver era como aquellos personajes ficticios que tanto amaba leer Jo. Sabía que existían, en alguna parte dentro de la cabeza de alguien. Pero también comprendía que nunca podrían llegar a ser tan reales como ella misma. Eso sentía con Oliver. Por más cerca que estuviese de él, nunca podría estar a su lado.
El carro se detuvo de golpe y el cochero abrió la puerta de Jo. La chica aceptó la mano que le tendía y bajó con su ayuda del carruaje. Sus ojos encontraron lo que por mucho tiempo había temido.
La casa de los Potter era una mansión de estilo greco romano. Una docena de columnas sostenían el elegante techo de las escaleras. Jo soltó un suspiro. Había decenas de personas entrando y saliendo de la casa, ataviados en elegantes prendas.
—¿Quiere que la lleve dentro, señorita Turner?—preguntó el cochero pero Jo negó con la cabeza y le sonrió en muestra de agradecimiento. A pesar de saber que era una regla, no entendía la necesidad de pasar todo el tiempo escoltada por un hombre.
Escoltada, en el mejor de los casos. La mayoría del tiempo pasaba a ser menos que un personaje secundario corriendo tras un hombre.
Jo caminó hasta la entrada. Había un hombre junto a las puertas, quien pedía con amargura la invitación. Jo se maldijo en voz baja. Su madre no le había entregado ninguna. Era su turno en la larga fila por entregar las invitaciones que se quedó de piedra.