El amor entre vivos y muertos es meramente imposible, pues los muertos no cuentan cuentos, y los vivos no saben de amores.
Jo y Oliver son almas inseparables. Pero siempre estará aquella barrera. Jo es de carne y hueso, Oliver es un fantasma que vag...
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Mientras la casa dormía, la cocinera tarareaba una canción por lo bajo. Oliver, la mayoría de las noches, paseaba alrededor de las cocinas, por el simple placer que escuchar el sonido humano le provocaba. La voz de Humphrey era especial, y esa noche no fue la excepción.
Oliver recargó la cabeza en el pasillo en penumbra. Sus negros rizos eran una maraña de enredos, pero había dejado de importarle hacía mucho. La única persona que podía verlo era Jo, y a ella no le importaba mucho si estaba desaliñado.
Humphrey tarareaba una canción que producía una cierta nostalgia en el joven. Pero era extraño. Un recuerdo que acudía a sus terminaciones nerviosas pero no a su cabeza. Sabía que le recordaba algo aquella canción, pero no había logrado descifrar qué era aquello que recordaba.
Cerró los ojos y se dejó llevar. El sonido de la voz de la mujer calmaba sus pensamientos. Era bien cierto que no podía dormir, llevaba casi dos décadas sin pegar el ojo, pero noches como aquella, rodeado de murmullos celestiales, se permitía dejarse llevar por un momento de tranquilidad, que era un poco parecido a dormir.
El rostro de Josephine acudió a su mente, y por entre la oscuridad pude ver que una ligera sonrisa se formaba en sus labios. Pero al mismo tiempo, la preocupación y el arrepentimiento acudió a su cuerpo.
Se arrepentía de haberle dicho a Jo aquello. Lo del beso. De la relación carnal.
En el pasado había intentado decírselo, pero las circunstancias lo habían interrumpido en todos sus intentos, y con la reacción de la joven al enterarse de la manera en que Oliver podía ser libre, le hacía dudar sobre si revelarle la verdad había sido lo correcto.
Pero entonces, algo interrumpió sus pensamientos. Se giró de golpe. Desde que había muerto, por alguna extraña razón, los murmullos eran algo que le aterraban.
Pero solo era Elena. Oliver se irguió. La mujer, la misma que había aterrado a Josephine aquella noche en el salón de baile, iba ahora en su conocida silla de ruedas. Estas chirriaban con el movimiento y esparcían sangre con cada centímetro que abarcaban.
Oliver había creado una cierta amistad con algunos muertos que vagaban en la casa. Con Elena, especialmente. Pero aún así, cada vez que la miraba, con las piernas sangrantes y cortadas desde las rodillas, con el rostro compungido y pálido, con los cabellos enredados en colores negros y húmedos; sentía su pecho encogerse.
No le quedaba mucho tiempo a Oliver.
No sabía a ciencia cierta hasta cuándo él mismo se vería de aquella manera tan espeluznante.
Lo que más le aterraba del momento pronto a llegar, era Jo. Que Jo temiera de él. Que gritara por las noches al verlo. Que las arcadas de asco acudieran a ella cuando el chico apareciera frente a la joven.