Cap. 20

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Recuerdo a la perfección qué día empecé a tener miedo, fue hace casi siete años, en los últimos días de un julio aletargado y caluroso, cuando las callejuelas que rodean el castillo estaban repletas de turistas y el aire se llenaba del sonido de pasos sin rumbo y las campanillas de las inevitables furgonetas de helados que se alineaban en lo alto de la colina.

Mi abuela había muerto hacía un mes, al cabo de una larga enfermedad, y ese verano se vio cubierto de una fina capa de tristeza, recordaba con delicadeza todo lo que hacíamos, atenuaba nuestra tendencia, mía y de mi hermana, a lo teatral y puso fin a nuestra costumbre estival de salir de vacaciones breves y excursiones de un día.

Mi madre pasaba casi todos los días ante la pila de fregar, la espalda rígida por el esfuerzo de contener las lágrimas, en tanto que mi padre desaparecía todas las mañanas de camino al trabajo con una expresión decidida y lúgubre, solo para volver horas más tarde con la cara reluciente por el sudor e incapaz de hablar antes de abrirse una cerveza.

Mi hermana había vuelto a casa tras su primer año en la universidad y ya tenía la cabeza en otro lugar, muy lejos de nuestro pequeño pueblo, yo había cumplido veinte años, estaba disfrutando uno de esos raros veranos de libertad absoluta, no teníamos responsabilidades financieras, ni deudas, ni habíamos comprometido mi tiempo con nadie.

Yo tenía un trabajo de temporada y todas las horas del mundo para practicar con mi maquillaje, vestirme con ropa a mi gusto, aunque fuera femenina, cosa que estremecía a mi padre, y averiguar, sin más, quién era yo en realidad.

Vestía con normalidad, por aquel entonces (cuando estaba en casa, vestía como quería), mejor dicho, vestía como un chico normal con toques afeminados, era el tipo de persona que veías en la calle y no lograbas descifrar si era chico o chica, mi cara siempre fue fina y mi figura femenina, no me quejaba, en realidad, me daba exactamente igual.

En un arrebato de rebeldía, decidí que quería irme a Australia, era viernes, yo y mis amigas que conocía de la escuela, habíamos pasado los días trabajando como ayudantes en un aparcamiento, guiando a los visitantes a una feria artesanal que se celebraba en los terrenos del castillo.

El día entero fue una sucesión de risas, de bebidas gaseosas bajo el sol ardiente, con un cielo azul y la luz que destellaba en las colmenas, todo para juntar algo de dinero extra para que el viaje fuese agradable.

No creo que hubiera un solo turista que no me sonriera ese día, es muy difícil no sonreír a un grupo de chicas risueñas y joviales, y sabía que me habían confundido con ellas, con una chica.

Nos pagaban treinta libras y los organizadores se quedaron tan satisfechos con la afluencia de público que nos dieron otro billete de cinco libras a cada uno.

Lo celebramos emborrachándonos con algunos muchachos que habían trabajado en un aparcamiento lejano, junto al centro turístico, hablaban con educación, vestían camisetas de rugby y tenían el pelo ondulado, uno de ellos se llamaba Ed, dos estaban en la universidad (ya no recuerdo en cuál) y trabajaban también para ganar algo de pasta para las vacaciones, les sobraba el dinero después de toda una semana de trabajo y, cuando se acabó el nuestro, ellos se mostraron encantados de invitar a bebidas a esas atolondradas lugareñas que ondeaban el cabello y se sentaban en el regazo unas de otras y soltaban grititos y bromeaban y los llamaban pijos.

Yo, por otro lado, solo pensaba en el viaje a Australia, no me importaban los cortejos de los chicos hacia mis amigas, porque nadie me prestaba atención a mí, tal vez porque estaba demasiado metido en mi viaje y no demostraba indicios de querer participar en su aburrida conversación.

Ellos comunicaban en un idioma diferente, hablaban de años sabáticos y de veranos en Sudamérica y de viajes por Tailandia con la mochila a cuestas y de quién iba a solicitar una beca en el extranjero.

Yo Antes de Ti  ||  [Versión Ereri] 🌻🐝Donde viven las historias. Descúbrelo ahora