El diario de Steve

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Nadie entendía por lo que Steve pasaba. La depresión se había apoderado de él por completo, ya nada le animaba. Escribía lo que sentía en su diario, aquel cuaderno con las hojas decoradas con dibujos y los bordes levemente amarillentos, dando a entender que había pasado mucho con él. Plasmar sus sentimientos en el papel lo relajaba un poco, era como una terapia. Después de tener su momento a solas, cerraba el cuaderno y entraba a reunirse con los demás por un buen rato, generalmente.

Ese día fue diferente. Steve despertó con una extraña opresión en el pecho, como si le fuera a dar un ataque de asma, pero no sabía qué era. Se calmó y la molesta sensación se fue, afortunadamente, aunque no por mucho. Notó que estaba mucho más delgado de lo acostumbrado, debido a la falta de alimento (solía purgarse él mismo entrando dos dedos hasta el fondo de su garganta para entonces devolver todo en el excusado) y los dolores de cabeza eran insoportables. Nadie querría estar con él, y se conformaba con ello.

Estaba tomando una taza de té afuera cuando Natasha lo rodeó con sus brazos, tratando de infundirle nuevamente las ganas de vivir y esa frescura que ella emitía. El aura de Steve se notaba apagada y su mirada triste y vacía, como si lo hubieran roto en mil pedazos. Fue a la única a quien le permitió verlo de esa manera. No sabía con qué cara miraría a los demás o se despediría de ellos. No tenía el valor para eso. Podía imaginarse sus expresiones de frustración, indignación y decepción. Sobre todo la de Tony. No se volvieron a hablar sabrá Dios desde cuándo, pero la sola idea de una reconciliación era una quimera desvaneciéndose cual fantasma.

—Estoy aquí para ti, Steve. —habló por primera vez Natasha y, pese a no expresarlo, agradecía que estuviera a su lado en ese momento difícil de afrontar para él.

—Lo sé, y te lo agradezco. —contestó con voz trémula, al borde del llanto. No quería despedirse de nadie, no quería dejarlos. Qué duro resultó todo. De todos modos, la muerte se lo llevaría y ellos estarían mejor sin él.

††††

En todo el día Natasha no se apartó de él y permanecieron abrazados hasta que llegó la noche. Los grillos cantaban y la luna brillaba junto a las estrellas. Era una noche hermosa, de hecho, pero una tos interrumpió el momento.

Al entrar a casa, el murmullo del interior se detuvo y Clint se prestó para ayudar al notar al rubio tan débil. Nat suspiró, preocupada. Miró de reojo afuera y vio la silueta de un objeto. Fue allá y lo tomó entre sus manos, dándole la vuelta. Era el cuaderno que Steve traía en manos en la mañana, como usualmente lo hacía. Sin abrirlo, volvió a entrar y lo colocó en la mesita de luz. Ahí quedó hasta el día siguiente.

Precisamente el día siguiente Natasha fue junto con Clint a la habitación de Steve. Eran alrededor de las diez de la mañana y él solía levantarse horas antes, a las cinco, para ya cuando dieran las seis ver el Sol salir. Algo no andaba bien.

Grande fue la sorpresa de ambos cuando lo vieron. Santo Dios, aquella escena parecía sacada de una película de terror. Nat pegó tal grito que despertó a todos y Clint, shockeado, no supo cómo reaccionar para, después de un rato, abrazar a la pelirroja.
Sobre la cama, el cadáver de Steve se hallaba con los ojos cerrados y una cortada en la yugular. ¿Cómo lo había hecho? No sabían. Ni lo querían saber.

††††

Desde entonces, nada volvió a ser lo mismo. Todos se movían en silencio. El ambiente se volvió pesado y lúgubre, no hubo chistes de parte de Clint ni sarcasmo y bromas de parte de Tony. El silencio era tal que el canto de un grillo podía ser bienvenido.

Natasha miraba con recelo aquel cuaderno, queriendo saber qué tantos secretos se hallaban escritos en sus páginas. Esas cosas que Steve quiso decir y nunca dijo, esos detalles, ahí estaban. Se levantó de su asiento y, bajo la mirada atenta de todos, agarró el cuaderno acariciando la portada dura de este. Dudó en si abrirlo o no y un escalofrío la recorrió. No se creía capaz, no podía. Steve escondía tantos secretos que el diario le pesaba en la mano.

Lo colocó sobre la mesa, deslizándolo. Quedó entre Clint y Tony. Ninguno hizo amago de tocarlo, quizás temerosos por lo que hallarían ahí. Transcurrieron largos minutos, el tic tac del reloj rasgaba el silencio y la tensión del ambiente. Finalmente Tony se animó y lo tomó con un resquicio de duda y, ¿por qué no?, también curiosidad. Lo abrió leyendo superficialmente las primeras páginas. Los primeros párrafos eran sumamente largos, con cierto toque optimista. En las páginas posteriores halló un contraste marcado. Éstas tenían párrafos más cortos, impregnados de tristeza y un profundo dolor.

En la última página, observó unas palabras que lo hicieron pensar en si seguir leyendo o quedarse ahí.

“Para Tony”, decían. ¿Steve había escrito algo para él y nunca le dijo? Demonios, se sentía la peor persona del planeta ahora mismo. Leyó impulsado por su natural curiosidad.
A medida que pasaba su mirada por cada línea, sin prisa, se le estrujaba el corazón y tuvo que tragar duro para bajar el nudo que subía por su garganta. No podía llorar, no ahora enfrente de todos.

Al final del escrito, se leía un “Siempre tuyo, Steve”. En la última palabra, la tinta estaba corrida. Cerró el diario y lo atrajo a sí, abrazándolo, con la respiración agitada y a punto de darle un ataque de ansiedad. Sabiendo lo grave de aquello, corrieron a auxiliarlo.

Logró recuperarse, para su buena suerte. De lo que nunca se recuperaría era del dolor emocional que dejó la partida de Steve. Ese vacío nada lo llenaba, ni siquiera los recuerdos. Sabía que era imposible traerlo de vuelta, sin embargo, y se arrepintió profundamente de no haberle dicho antes que lo amaba y que también era suyo, eternamente.

Pero si algo había aprendido a las malas era que la vida no daba segundas oportunidades.

Ni siquiera a los seres más amados.

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