22. Bailar hasta que duelan los pies

1.5K 150 7
                                    

Hay situaciones que te sobrepasan y te dejan sin energías, con ganas de explotar como una bomba de relojería a la que no le han dado mecha, pero necesitas esa mecha, necesitas explotar. Quieres gritar, reír, llorar... Todo confuso, pero a la vez lógico. Un choque de emociones que te aleja de la realidad, porque esta es mucho más dolorosa.
Eso soy yo ahora mismo. Una bomba sin explotar.
Llevo horas mirando la fotografía que pegué en la pared. No sé si guardarla o destrozarla.
Hace dos semanas que Héctor se fue. Dos semanas que noto una sensación de vacío que no debería tener.
Cuando los siguientes días no apareció por mi puerta, llamé a la suya. Nadie contestó. Varias veces estuve a punto de marcar su número, pero no podría soportar una llamada perdida.
Cuando al día siguiente y al otro no apareció por mi puerta llamé a la suya. Nadie contestó.
La fiesta está a punto de comenzar, pero he conseguido convencer a Bea para que vaya sin mí, pese a que quería quedarse conmigo.
La música comienza a sonar y cierro los ojos para concentrarme en la melodía, así al menos descanso la mente.
Al poco rato suenan golpes en mi puerta. Suspiro. Bea no se da por vencida.
Abro con mi pijama de girasoles y me encuentro a Carlos. Viste una camisa azul que resalta su moreno, unos pantalones negros y las mismas zapatillas que el otro día. Está demasiado guapo con su pelo despeinado y su sonrisa perfecta.
Sus ojos se percatan de mi pijama y veo como se sonroja.
—Mayo, yo venía muy indignado porque me has dejado solo en mi primera fiesta de comienzo de curso, pero tu pijama me ha noqueado. Espera, vuelvo a empezar.
De repente, da media vuelta y baja las escaleras hasta que desaparece de mi vista.
¿Alguien me explica que acaba de pasar?
Vuelve a aparecer subiendo las escaleras con aire indignado y cuando me ve se vuelve a parar.
—¡Vamos! —me hace gestos con la mano— ¡Colabora mujer!Tienes que meterte dentro para que pueda volver a tocar en tu puerta —vuelve a bajar las escaleras.
Con una sonrisa cierro la puerta. Se escucha unos toques de nuevo y finjo sorpresa.
—¡Mayo! —dice con aire desaprobatorio— Me parece muy feo que me dejes tirado. ¿Vuelvo a las fiestas y desapareces? Voy a tener que llamarte Abril, porque en "Abril, aguas mil" y la gente se queda en casa amargada. Necesito que seas Mayo —me sonríe.
Lo miro perpleja. Su aire indignado hace que estalle en una carcajada. Este chico me puede.
—Charlie, es que mi nombre real es Abril. Llevo el "amargada" de serie —le sonrío.
—Te llamas Mayo y ahora mismo vas a ponerte algo para bajar a la fiesta con tu amigo Charlie. Aunque si quieres bajar con ese pijama... no me negaré en absoluto.
Me cruzo se brazos y lo miro con una ceja levantada.
—¿Eso es acoso? —me burlo.
—Eso es reconocer que no estoy ciego y estás... bueno, que ese pijama te queda demasiado bien.
Reconozco que si no tuviese curiosidad por conocerlo como amigo, le arrancaría la ropa ahora mismo y lo llevaría a mi cama.
Tiene algo que lo hace adorable a la par de sexy, pero nunca va a pasar nada. Creo que quiero conocerlo de verdad.
—¿Puedo bajar en chandal?
—Puedes bajar hasta con una bolsa de basura si quieres. Dudo que haya algo que te quede mal —su sonrisa es demasiado dulce.
Le pido cinco minutos para cambiarme.
Al darme la vuelta vuelvo a ver la foto y me atraviesa una punzada el pecho.
A la mierda. No pienso quedarme deprimida por ese capullo.
Me pongo un vestido negro corto que tiene un buen escote en forma de corazón y mangas de globo, junto a unos botines negros. Como toque final, me pinto los labios en burdeos y me suelto el pelo dejándolo alocado.
Salgo y Carlos me mira boquiabierto. Le hago una reverencia.
—Creo que prefiero el pijama. Me va a costar no acosarte esta noche —bromea.
—Lo superarás —le guiño un ojo.
Cuando llegamos a la fiesta, Bea salta de emoción desde el final del pasillo y viene corriendo hacia mi.
Lleva su preciosa cabellera pelirroja recogida en una coleta alta junto a un top celeste y unos vaqueros ajustados blancos. Va preciosa.
—¡Te dije que la convencería! —sonríe Carlos victorioso.
—Ya hablaremos tú y yo de las reglas básicas de una amistad —me dice en broma—. Amigas antes que chicos guapos —le saca la lengua a Carlos.
El resto de la noche va genial. Bebemos, reímos, bailamos... Carlos y yo nos hemos dado cuenta que hacemos un gran equipo en los juegos de beber.
Carlos está haciendo una competición con Gonzalo, uno de los chicos del grupo, de chistes malos y aprovecho para ir al baño.
Abro la puerta y tardo unos segundos en reaccionar. Héctor y la chica se giran hacia mí. La ropa está por el suelo, sus rostros sudorosos y los ojos enrojecidos a causa del alcohol. Cuando me doy cuenta de que está desnuda a horcajadas sobre él, cierro la puerta de forma brusca.
Me apoyo unos segundos contra la pared y trato de controlar la respiración. No duele. No puede doler. Es imposible que siga doliendo.
Bajo las escaleras y busco la salida como un pez fuera del agua intentando coger oxígeno.
Cuando consigo salir a la tranquilidad de la calle, reprimo varias arcadas.
Las lágrimas amenazan con salir y me hinco las uñas en las palmas de las manos para impedirlo.
No duele.
No soy consciente del tiempo que paso en la soledad de la calle, cuando veo que unas manos se agitan frente a mí. Carlos me mira preocupado.
—¿Estás bien?
—No tengo motivos para estar mal —respondo de forma autómata.
Carlos me mira incómodo y aparta la mirada unos segundos. Sus ojos se entristecen, pero rápido recupera esa chispa y me acaricia un brazo de forma reconfortante.
—Sé que nos conocemos desde hace poco, pero se me da bien escuchar —me sonríe.
La seguridad en su mirada hace que se me encoja el corazón y quiera huir de allí, porque es la misma mirada que tenía Héctor hace cinco años cuando me prometía que jamás me dejaría.
De nuevo se hace el silencio y mi mente se queda completamente en blanco. Quiero eliminar esa repulsiva escena de mi cabeza.
Carlos me coge de las manos y tira de mí, haciéndome bailar de forma torpe por la calle. Lo sigo al principio por inercia, pero luego a conciencia.
—Mi madre —comienza a decir—, aquella que me llamó enemigo público de la repostería, siempre dice que cuando hay un día de mierda, solo hay que bailar. Bailar hasta que no puedas más y olvides todo. Hasta que duelan los pies.
Y eso hacemos.
Bailamos, cantamos, reímos, corremos por la calle como locos. Siendo niños. Dejando el dolor atrás.

Ex, vecinos y otros desastres naturalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora