57. El discurso de la masculinidad frágil

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Esto es lo que siempre deberíamos haber tenido.
Ahora mismo me siento como al principio, feliz y completa.
Reímos mientras nos servimos más vino, recordando anécdotas y disfrutando de nuestra compañía. Esto es liberador.
—¡No sucedió así! —me corta contrariado.
—¡Claro que sí! Estabas tan nervioso que dijiste literalmente: Abril, ¿quieres salir contigo? CONTIGO —rompo en una carcajada.
—¡Tenía quince años! Seguramente estaba nervioso pensando que ibas a dejar que te tocara una teta o algo así —se une a la risa.
—¿Esa es tu mejor excusa? —le señalo con un dedo.
—Abril, ¿te recuerdo cuando te toqué por primera vez una teta? Dijiste algo como: ¡no te preocupes, seguro que me crecen más! —ahora es él quien rompe en una carcajada.
—Y crecieron —me defiendo avergonzada.
—Oh, ya creo que lo hicieron —me mira descaradamente el escote.
Le tiro un trozo de pan y se ríe aún más. Es esa risa limpia y sincera que recuerda a un niño, la sonrisa que me muestra al Héctor del que me enamoré, cosa que me encanta y aterra a partes iguales.
La noche va perfecta y la comida que he elegido está exquisita.
De primero hemos comido una de las mejores lasañas que he probado en mi vida, llevaba champiñones, verduras de temporada y trufa, y el segundo que nos acaban de traer es un arroz con pescado que huele increíblemente bien.
—Vas a tener buen gusto y todo —me sonríe Héctor cuando dejan la comida sobre la mesa.
—Siempre he tenido buen gusto —sonrío orgullosa.
—Eso te lo tengo que discutir... te recuerdo que te fijaste en mí —bromea.
—Bueno, a veces sí que tengo un poquito de mal gusto.- continuo su broma.
Esta vez no duele tanto, siento como si estuviésemos en una especie de sincronía que nos hace olvidar todo el dolor. No pienso en lo que hizo, solo en lo a gusto que me siento admirando su risa, sintiendo que estoy contribuyendo a que el mundo escuche esta melodía tan bonita.
Comemos en un agradable silencio y llega el postre. No puedo evitar pensar en lo que pasó la última vez que estuvimos aquí y pedimos uno.
Parecer ser que no soy la única que lo recuerda, porque Héctor tiene una sonrisa pícara.
—Creo que alguien tiene ganas de postre y no precisamente del que ha pedido —se ríe.
—Eres imbécil —le hago la peseta.
Héctor me la devuelve pero transforma el gesto en otro diferente. Pone dos dedos juntos de manera sugerente y me estremezco al pensar en dónde podrían estar.
Por suerte o por desgracia llega el camarero con dos tartas de queso. Nos sonreímos amablemente y Héctor pone los ojos en blanco.
—En serio, este tío te quiere follar tan fuertemente que roza lo descarado —masculla cuando se va.
—No es el único en este sitio que quiere hacerlo —me meto un trozo de tarta en la boca como quien no quiere la cosa.
Héctor se atraganta y bebe un sorbo de vino.
—Vale, ha sido buena y reconozco que me lo merezco —acerca su copa para que brindemos.
—¡Gracias! —brindo mi copa con la suya sonriente.
Volvemos a centrarnos en el concurso y Héctor me da ideas de algunos sitios que no había pensado además de hacer una elección entre los mejores lugares que tengan compensación entre turismo cultural y vacacional, al igual que un equilibrio entre montaña y playa, para contentar al máximo de personas posibles.
Cuando terminamos el postre, Héctor finge ir al baño pero se acerca a la barra. Veo su cara de sorpresa cuando habla con el camarero y sonrío. Pagué la cuenta más que pedí.
Me levanto con la libreta y el resto de mis cosas y me acerco con una sonrisa de oreja a oreja a él.
—¿No te gusta que una mujer te invite? —le sonrío.
—¿Ahora es cuándo me echas el discurso de la masculinidad frágil? Últimamente es tu favorito —se mete conmigo.
—Mmmm... Es que me encanta el discurso de la masculinidad  frágil — le saco la lengua.
Héctor se despide de Pierre y este me da un abrazo repitiendo lo mucho que se alegra de volver a verme, recordándome que vuelva cuando quiera. Es un amor.
Cuando salimos, el aire otoñal nos golpea con fuerza y tiritamos levemente. No tardamos mucho en acostumbrarnos e ir entrando en calor.
Ambos caminamos en silencio hasta el paseo marítimo y nos quedamos allí, mirando fijamente la playa.
—¿Sabes? Lo que me apena de vivir cerca de la universidad es no poder ir cada día a la playa —miro fijamente al mar.
—Te comprendo —me dice también perdido en las olas.

Ex, vecinos y otros desastres naturalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora