11. Un capuchino y un colocón

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Mi vida es totalmente surrealista.
¿Alguna vez pensé que Héctor iba a llevarme cogida como una princesa? Millones, pero eso era hace cinco años, cuando pensaba que éramos almas gemelas. En mi sueño, iba vestida de novia (repulsivo, lo sé) y entrábamos por la puerta de nuestra casa, no íbamos bajando de una quinta planta con todas las esquinas llenas de gente borracha y reguetón.
La gente nos mira y nos lanza silbidos creyendo que me lleva a algún cuarto para hacer... bueno, eso, cosas MUY turbias, a lo que respondo haciéndoles la peseta.
Cada planta que bajamos le insisto a Héctor de que puedo bajar sola, pero se niega a escucharme.
Nos encontramos en la calle y me mete en su coche, un Ford Fiesta del 98 verde.
—Estoy coja no manca —le digo cuando me abrocha el cinturón de seguridad.
—Y no sabes lo que desearía que estuvieses muda —me sonríe con maldad antes de cerrarme la puerta en las narices.
Le grito que es un capullo mientras le da la vuelta al coche. Pone sus ojos en blanco antes de abrir su puerta.
Intento tapar este incómodo silencio encendiendo la radio, pero apaga la radio de malas formas.
—¿Y a ti quién te ha dado permiso a encender mi radio?
—Tengo el permiso de hacer contigo y tus cosas lo que quiera desde el momento en el que me has JODIDO un pie —digo intentando controlar el enfado que llevo dentro.
Una sonrisa socarrona sale de sus labios y me pregunto qué es lo que le hace tanta gracia.
—¿Y qué quieres hacer exactamente conmigo? —sonríe de medio lado.
—¿Pegarte? ¿Insultarte? Quizá ambas cosas a la vez.
—Mmmm... nunca he probado el BDSM —vuelve a poner esa sonrisa pícara que tanto me encantaba.
—No, gracias. Con pegarte me vale, no necesito la parte sexual —bufo.
—Te encantaría la parte sexual —me guiña un ojo.
Lo ignoro por el bien de mi salud mental, porque la física ya está jodida. Me centro en observarlo en el reflejo de la ventana.
Conduce con el ceño fruncido y me mira de vez en cuando de reojo. Esto no debe ser fácil para ninguno de los dos. Yo fui el mayor estorbo de su vida y él la persona que más daño me hizo.
Llegamos a los pocos minutos y esta vez no me coge, solo me deja apoyarme en él. Por una extraña razón me duele, pero prefiero ignorarlo y centrarme en el dolor del pie.
Entramos a urgencias y Héctor explica lo que ha pasado. Yo apenas presto atención. Estar tanto tiempo a su lado me deja agotada.
Nos sentamos en la sala de espera y nuestros brazos se rozan por la cercanía de las sillas, cosa que hace que me estremezca y me entren ganas de llorar y pegar a las paredes, todo a la vez. Esto es ridículo. Vivir en el mismo sitio que él es ridículo. Toda mi vida es RIDÍCULA.
En un momento dado, Héctor se levanta y desaparece de la sala. Yo me centro en las baldosas del suelo y una parte de mí prefiere que se vaya y que no vuelva nunca.
El olor a capuchino se hace presente y cuando levanto la vista, Héctor sujeta un vaso frente a mí.
—Toma, por si la noche es larga —se sienta a mi lado con otro vaso de café para él.
Lo sujeto y me impregno de su calor. Me sorprende que se siga acordando de mi café favorito, aunque supongo que no significa nada.
Al cabo de casi una hora me pasan con el primer doctor que me examina el pie. Luego me hacen una radiografía para comprobar si hay rotura y nos vuelven a decir que esperemos.
En todo este tiempo no hablamos, solo nos limitamos a esperar.
Me estoy adormilando cuando por fin dicen mi nombre y Héctor vuelve a pasarme el brazo por la cintura para ayudarme a entrar en consulta.
Me siento con cuidado y vemos como un médico de unos cincuenta años mira mi radiografía.
—¿Usted es Abril, no?
Asiento.
—Y supongo que su pareja —se baja las gafas y mira a Héctor.
—Ex pareja —aclaramos al unísono.
Nos miramos sorprendidos por nuestra compenetración para acto seguido fulminarnos con la mirada.
El doctor carraspea incómodo y apoya la radiografía sobre la mesa.
—Bueno, lo importante es que no hay nada fracturado, solo inflamación. Vamos a inyectarte antiinflamatorios. Con ibuprofeno cada seis horas debería quitarse en poco más de una semana, dos como máximo.
Mierda, en mitad de la universidad. Para finalizar la noche, la enfermera me pone una inyección en el culo que duele como mil demonios.
Estamos de vuelta a casa y me entra mucho sueño debido al pinchazo.
—Abril —la voz de Héctor me saca del trance en el que estaba entrando—, lo siento mucho.
—¿Por qué exactamente? —hablo arrastrando la lengua a causa del medicamento— ¿Por ser un capullo? ¿Por joderme el pie? ¿O por joderme la vida en general? —me río sin ganas.
Me arrepiento en el momento en que lo digo, pero estoy agotada.
Héctor agarra el volante con fuerza y se le vuelve a oscurecer la mirada.
—Por lo del pie. Estar juntos nunca ha sido buena idea —se ríe de forma amarga—. ¿Cinco minutos en una habitación? Resultado: esguince.
—Tengo recuerdos de haber estado en una misma habitación mucho más de cinco minutos y que pasen cosas muuuuy buenas.
Me vuelvo a arrepentir. ¡NO PIENSES EN SEXO ESTANDO MEDIO COLOCADA!
—Sí, el sexo era bueno. No nos vamos a mentir.
Por primera vez en estas dos semanas nos reímos con complicidad, pero enseguida me vuelve a arropar esa pena e ira.
Me quedo dormida mientras recuerdo todas esas horas metidos en mi habitación.

Ex, vecinos y otros desastres naturalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora